miércoles, 22 de diciembre de 2010

Nuevas Crónicas del Tío de las Barbas

I

Hace años asistí a un congreso sobre la novela andaluza en una de cuyas mesas se habló del realismo mágico, dejándose claro que no fue exclusivo de los novelistas hispanoamericanos del boom, porque los narradores andaluces de los sesenta y primeros setenta —los narraluces —también mostraban personajes y situaciones que bien podían haber figurado en Cien años de soledad. No recuerdo si fue José María Vaz de Soto o Fernando Quiñones, quien desgranó una sarta de personajes que había conocido o que le llegaron de oídas, dignos de ser vecinos de Macondo. Uno de esos personajes reales era un hombre que siempre hacía las cosas dos veces: peinarse, lavarse, comer, atarse los cordones de los zapatos, vestirse, cerrar o abrir las puertas, dar los pésames o leer el periódico, hasta que alguien le hizo la fatal pregunta —¿se iba a morir también dos veces?— que lo llevó en pocos días a la tumba, víctima de la angustia y la desesperación, después de dejar por escrito, y doblemente pagado, que lo enterraran dos veces.

Cualquiera de nosotros sabe de alguien que, si no para una novela, como Alonso Quijano, da por lo menos para un cuento mágico. Son personas que marcan la diferencia con el común, no necesariamente orates, sino tocadas por un dios, que las hace peculiares y dignas de la memoria popular.

Cuando vivía en Córdoba, alguien me habló una vez del tío de las barbas, que ha merecido el siguiente artículo en Cordobapedia: «Personaje de anciana edad que vivió en los años cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX. Conocido en los barrios de Santa Marina y San Agustín de Córdoba, ya que residía en la calle Zarco, junto al Cine Olimpia. Se comentaba en el barrio que era jubilado como capitán de la Guardia Civil.

Se le llamaba por este apodo por poseer barbas blancas, muy largas, con un bigote de mostachón con puntas afiladas siempre muy pulcras y aseadas.

De alta estatura, ancho de cuerpo y atléticas formas; vestía en invierno capa corta de color verde, cubriendo las piernas con polainas de cuero y la cabeza con sombrero; su paso era firme, de zancada mediana y lenta. Tenía una mirada perdida, como si mirara al infinito. Se puede decir que era de corte mayestático con formas militares.

Poco comunicador y solitario, pero afable en el saludo de sus convecinos. Demostraba una predilección por los niños que manifestaba dándoles en ocasiones caramelos y mostraba su afecto pasándoles la mano por la cabeza. Solía decirles: "Sé bueno y obediente".

A pesar de ello, algunas madres para amedrentar a sus niños traviesos los conminaban diciéndoles: "Niño, que viene el Tío de las barbas" y los chiquillos salían a esconderse asustadizos.

Era muy religioso. En las iglesias que frecuentaba, en el momento silencioso de la consagración, cuando se elevaba la hostia y el cáliz y sólo se oía la campanilla que tocaba el monaguillo, él con voz potente y recia pronunciaba pausadamente la frase: "Señor mío y Dios mío".

Aquella manifestación de fe expresada por este señor era acogida con respeto por los demás fieles en la solemnidad del momento, quedando sorprendidos y llenos de admiración los feligreses que no lo conocían y oían por primera su rotunda manifestación.

Este personaje nos invita a reflexionar sobre un mundo donde lo inmutable se hace mutable con el paso del tiempo.»

Encontré esta entrada de la enciclopedia virtual cordobesa buscando alguna referencia sobre otro tío de las barbas, del que guardan memoria los mayores de Torrecampo, y del que he oído hablar en varias ocasiones. No, no son la misma persona el hombre de Santa Marina y el de Torrecampo, pero sí hay concomitancias que el lector descubrirá.

Mi suegra, que me ha confirmado un par de datos, recuerda haberlo visto de niña. Igual que Félix, que me habló el sábado pasado de él.

Conocía a Félix de vista, pero nunca habíamos estado de conversa hasta la noche del sábado en el bar Sandalio. Como había cerveza y vasos largos por medio, y ya empezaba a helar la madrugada, quedé con él a la mañana siguiente, a las doce, en el plazar de las Peñas.

Félix tiene sesentaiún años y ha trabajado toda su vida de pastor. En la finca de Charquitos estuvo 24 años, luego marchó a Soria; volvió más tarde al valle de Alcudia, a cuidar las ovejas del cortijo de La Monja, mujer de muy mal carácter —la echaron del convento por mala, asegura con una sonrisa entre pilla y maliciosa—, así que pronto dejó a la monja con sus ovejas y traspuso hasta La Rioja. Después de tres meses, pasó a la finca de un marqués en Guadalajara. Allí se le acabó el tajo. Ahora lleva siete meses en el pueblo.

Durante la hora larga que estuvimos sentados en un banco al sol del plazar, Félix me habló del Tío de las Barbas. Con seis años —su padre había muerto para entonces—, a Félix lo mandaron de porquero donde Amalio, en la sierra de San Benito, al cuidado de una piara de 16 cochinos. Por allí andaba también de pastor su tío Felipe.

—Dieciséis cochinos, más una —puntualiza—, que era para criar.

Seis años, pienso mientras anoto en el cuaderno, seis años. Y en el monte. Eso es briega.

—18 duros al mes, más la comida, eso me pagaban —sonríe Félix con mueca resignada, ensanchando el pecho, encogiendo los hombros y abriendo los brazos, considerando la miseria de su niñez y del no había otro remedio de aquel entonces. Corrían los años cincuenta.

El niño porquero. Seis años tienen dos sobrinos míos ahora, me dije, y lo dejé ahí.

—Un pez enjarinao —me dice del Tío de las Barbas. Mi suegra también emplea el mismo adjetivo para describirlo.

El aspecto “enharinado”, rebozado en tierra y suciedad, es fácil de explicar: cuando caía la noche, el hombre de las barbas arrollaba a un lado las ascuas y se acostaba en el suelo para aprovechar el calor de la tierra sobre la que había estado la lumbre.

—Era un hombre alto, delgado. Tenía la cueva por el camino de La Culebrilla, en la sierra de San Benito. Por las mañanas, cuando los sambeniteros salían al campo, se acercaba a los caminos y les mostraba una cesta, y los hombres le daban un trozo de morcillla o del tocino de su almuerzo. De vez en cuando, los pastores lo llevaban a su chozo y lo afeitaban y le cortaban el pelo, o lo vestían, pero no llegaba vestido a la noche. La mayor parte del año andaba con un taparrabos.

Durante los años de guerra, el hombre de las barbas merodeaba por los alrededores del pueblo; raramente se aventuraba por las calles; se le veía sobre todo por la parte de la carretera de La Jara:

—Cuando las mujeres iban a lavar al pozo Paco —recuerda mi suegra—, se acercaba a pedir comida, y si alguna le preguntaba por qué llevaba aquella vida, él respondía que era promesa, y no decía más.

—Era muy beato —habla ahora Félix—, nunca le oías palabrotas, aunque se enfadaba y perdía el tino cuando no le daban comida. Yo lo vi la primera vez al poco de irme a guardar los cochinos donde Amalio y mi tío Felipe. “Niño, no te asustes. No te asustes, niño”, me decía, pero yo salí pitando y Amalio y mi tío se reían cuando se lo conté. Luego me acostumbré. Por la manera de hablar se ve que era un hombre educado. Era oficial del ejército, de Valencia. Se hizo amigo de mi tío Felipe, y lo enseñó a leer en los ratos que se iba al chozo al caer la tarde. Durante una temporada, eso era cuando andaba todavía cerca del pueblo, tuvo una perrucha a la que le había hecho una soga con trapos viejos que era más grande que el animal. Los muchachos íbamos detrás de él diciéndole cosas, riéndonos del pobre hombre.

Al sol de la mañana de domingo, Félix desgrana otros recuerdos sueltos de nuestro personaje, como que se ocultaba de los guardias civiles, que pedía, pero nunca robaba, que estaba enamorado de una paisana, o que alguna vez quisieron llevarlo a Valencia con su familia, pero él se negó.

—“Ha muerto el tío de las barbas” —recuerda Félix que así dieron la noticia en radio Pozoblanco; se queda unos segundos en silencio y niega luego suavemente con la cabeza—, pero no me acuerdo del año. Creo que está enterrado en Puertollano. Murió a primeros de los años sesenta, el año que tocó la lotería en el pueblo, o por ahí cerca.

En lo esencial, la versión de Félix y de mi suegra coinciden: nuestro tío de las barbas vivió veinticinco años por estos parajes, comía de la caridad de los lugareños, era de origen valenciano y había sido oficial; a pesar de su aspecto desastrado y sucio, resultaba persona cabal, culta y educada; y más que miedo, inspiraba compasión.

Nadie recuerda su nombre ni en qué fecha apareció por el pueblo, aunque más de un vecino me ha contado cómo su padre o su abuelo le dieron muchas veces de comer, le avisaban de por dónde andaban los guardias civiles o le advertían que no se llegara donde hubiera mujeres solas, cosa que el hombre cumplía a rajatabla.

Tampoco recuerda nadie la fecha en que murió ni cómo. Hay quien afirma que fue por la picadura de una víbora, y quien recuerda haberlo visto como muerto junto a un venero, en muy mal estado y con el brazo medio gangrenado, pero sobrevivió al veneno y murió de otra cosa tiempo después. Otros vecinos me han dicho que hasta dos veces las autoridades lo llevaron con su familia a Valencia y al cabo de unas semanas volvió.

Nada más sé de este misterioso buen salvaje, salvo dos detalles: una fotografía y un cuadro. La fotografía se la hizo otro personaje local con leyenda: Esteban Márquez, cronista —y tronista— de la villa, geólogo, creador del museo de la Posada del Moro, literato —un poco poeta y otro tanto novelista, novelero, pintor, historiador, erudito académico de la provincial, inventor y gran derrochador en las bonanzas, fotografió además buena parte de su vida. Creo haber visto esa fotografía en alguna parte.

El cuadro es de José Patrocinio Romero, el pintor de la localidad que firmó sus obras como Torrecampo. En junio de 1978 hizo su primera exposición en la galería Serrano 19 de Madrid, con el título de Recuerdos: fiestas y tradiciones, juegos, romances de ciego, vida religiosa, coplillas carnavaleras. Uno de los personajes retratados es El tío de las barbas.

Dejo estas dos por abrir en mi investigación, y de par en par abierta la puerta de la colaboración vecinal, por si alguien tiene a bien aportar datos que ayuden a conocer mejor al personaje que nos ocupa en estas crónicas.

Salud y prosperidad.

lunes, 13 de diciembre de 2010

El loco y la Venus


Un día admirable. El gran parque desfallece bajo el ojo ardiente del sol, como la juventud bajo el poder del Amor.

Ningún ruido expresa el éxtasis universal de las cosas; hasta las mismas aguas están como adormecidas. Muy al contrario de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.

Diríase que una luz siempre creciente hace resplandecer cada vez más los objetos; que las flores excitadas arden en deseo de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, volviendo visibles los perfumes, los hace subir hacia el astro como humaredas.

Pero en este goce universal, he encontrado a un ser afligido.

A los pies de una colosal Venus, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios encargados de hacer reír a los reyes cuando los obsesionan los Remordimientos o el Aburrimiento, disfrazado con su vestido llamativo y ridículo, con un tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado contra el pedestal, levanta sus ojos llenos de lágrimas hacia la inmortal Diosa.

Y sus ojos dicen: “Soy el último y el más solitario de los humanos, privado del amor y de la amistad, inferior en mucho al más imperfecto de los animales. Y sin embargo, fui creado, yo también, para comprender y sentir la inmortal Belleza. ¡Ay, Diosa, ten piedad de mi tristeza y mi delirio!

Mas la implacable Venus mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.

martes, 7 de diciembre de 2010

Cada cual con su quimera


Bajo un inmenso cielo gris, en una inmensa llanura polvorienta, sin caminos, sin hierba, sin un cardo, sin una ortiga, me encontré con varios hombres que caminaban encorvados.
Cada uno de ellos llevaba a la espalda una enorme Quimera, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la impedimenta de un soldado romano.
Pero la monstruosa bestia no era un peso inerte; por el contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se asía con sus dos enormes garras al pecho de su montura; y su fantástica cabeza coronaba la frente del hombre como uno de aquellos cascos horribles con los cuales los antiguos guerreros pretendían aumentar el terror en su enemigo.
Interrogué a uno de aquellos hombres y le pregunté a dónde iban así. Me respondió que no lo sabían, ni él, ni los otros; pero que sin duda iban a alguna parte, porque se sentían empujados por una irresistible necesidad de caminar.
Cosa curiosa: ninguno de estos viajeros parecía irritado con la bestia feroz colgada de su cuello y pegada a su espalda; se diría que la consideraba parte de sí mismo. Ninguno de aquellos rostros fatigados y serios reflejaba desesperación alguna; bajo la cúpula hastiante del cielo, los pies hundidos en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo, caminaban con el aspecto de los condenados por siempre a esperar.
Y el cortejo pasó a mi lado y se perdió en la atmósfera del horizonte, por donde la superficie redondeada del planeta se oculta a la curiosidad de la mirada humana.
Y durante unos instantes me obstiné en querer comprender aquel misterio; pero pronto la irresistible Indiferencia se abatió sobre mí, y me sentí más agobiado que ellos con sus opresivas Quimeras.


Goya, Capricho nº 42

lunes, 6 de diciembre de 2010

La habitación doble


Una habitación parecida a un ensueño, una habitación verdaderamente espiritual, cuya atmósfera en calma está ligeramente teñida de rosa y de azul.

El alma toma aquí un baño de pereza, aromatizado de pesar y de deseo. —Es algo crepuscular, azulado y rosáceo; un sueño de voluptuosidad durante un eclipse.

Los muebles tienen formas alargadas, postradas, lánguidas, parecen soñar; se diría que están dotados de una vida sonámbula, como el vegetal y el mineral. Las telas hablan una lengua muda, como las flores, como los cielos, como los crepúsculos.

Ninguna abominación artística en las paredes. En relación con el sueño puro, con la impresión no analizada, el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia. Aquí, todo tiene la suficiente claridad y la deliciosa oscuridad de la armonía.

Una fragancia infinitesimal de la más escogida calidad, a la que se mezcla una ligerísima humedad, nada en esta atmósfera, donde el espíritu adormecido es acunado por sensaciones de cálido invernadero.

La muselina llueve abundante delante de las ventanas y del lecho; se derrama en níveas cascadas. En la cama está acostado el Ídolo, la soberana de los sueños. Pero, ¿cómo está aquí? ¿Quién la ha traído? ¿Qué poder mágico la ha instalado en ese trono de ensueño y de placer? ¿Qué importa? Ahí está, la reconozco.

He ahí esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo; ese sutil y terrible mirar que reconozco en su espantosa malicia. Atraen, subyugan, devoran la mirada del imprudente que los contempla. He estudiado a menudo esas estrellas negras que imponen la curiosidad y la admiración.

¿A qué benévolo espíritu le debo estar así, rodeado de misterio, de silencio, de paz y de perfumes? Oh, beatitud! ¡Lo que llamamos normalmente la vida, incluso en su expansión más dichosa, nada tiene en común con esta vida superior que ahora conozco y saboreo minuto a minuto, segundo a segundo!

¡No! ¡Ya no hay minutos, ya no hay segundos! ¡El tiempo ha desaparecido; ahora reina la Eternidad, una eternidad de delicias!
Pero un golpe terrible, pesado, ha resonado en la puerta, y, como en los sueños infernales, me ha parecido un golpe de azada en el estómago.

Y después ha entrado un Espectro. Es un alguacil que viene a torturarme en nombre de la ley; una infame concubina que viene a gritar miseria y a añadir las trivialidades de su vida a los dolores de la mía; o bien el ordenanza de un director de periódico que reclama la continuación del manuscrito.

La habitación paradisíaca, el ídolo, la soberana de los sueños, la Sílfide, como decía el gran René, toda esta magia ha desaparecido al golpe brutal del Espectro.

¡Horror! ¡Ya me acuerdo! ¡Ya me acuerdo! ¡Sí! Este cuchitril, esta estancia del eterno aburrimiento es la mía. ¡Aquí están los muebles necios, polvorientos, desvencijados; la chimenea sin llamas y sin brasas, llena de escupitajos; las tristes ventanas donde la lluvia ha trazado surcos en el polvo; los manuscritos, con tachaduras o incompletos; el almanaque donde el lápiz ha marcado las fechas siniestras!

Y ese perfume del otro mundo con el que me embriagaba en una sensibilidad perfeccionada, de pronto, lo sustituye ahora un fétido olor a tabaco mezclado a no sé qué nauseabundo moho. Ahora se respira aquí lo rancio de la desolación.

En este mundo estrecho, pero tan lleno de repugnancia, un solo objeto conocido me sonríe: la ampolla de láudano; una vieja y terrible amiga; como todas las amigas, ¡ay!, fecunda en caricias y en traiciones.

¡Oh! ¡Sí! ¡El Tiempo ha reaparecido; el Tiempo vuelve a reinar soberano; y con el repugnante viejo ha vuelto todo su demoníaco cortejo de Recuerdos, de Pesares, de Espasmos, de Miedos, de Angustias, de Pesadillas, de Cóleras y de Neurosis.

Os aseguro que ahora los segundos están fuerte y solemnemente acentuados, y cada uno, surgiendo del péndulo, dice: —¡Soy la Vida, la insoportable, la implacable Vida!

Sólo hay un Segundo en la vida humana que tenga la misión de anunciar una buena noticia, la buena nueva que a todos nos produce un inexplicable miedo.

¡Sí! El Tiempo reina; ha retomado su brutal dictadura. Y me empuja, como si yo fuera un buey, con su doble aguijón. —¡Arre, borrico! ¡Suda, esclavo! ¡Vive, condenado!


miércoles, 1 de diciembre de 2010

El hombre del pan

He acabado de leer estos días de otoño el primer episodio de la serie que Almudena Grandes dedica a la resistencia antifranquista después de 1.939.

Inés o la alegría es una historia de amor y de compromisos personales incrustada en la historia real de España, en los días de otro otoño, el de 1.944, en que cuatro mil soldados republicanos de la UNE cruzaron la frontera pirenaica con el objetivo de derrocar el ilegítimo gobierno de Franco. El plan, ideado por el dirigente comunista Jesús Monzón, era tomar el valle de Arán, nombrar Viella sede provisional del gobierno bajo la presidencia de Juan Negrín y, con el apoyo popular y el de los países aliados —ay, pérfida Albión—, regresar a Madrid y reinstaurar la 2ª República. La aventura acabó como podemos imaginar, y la dictadura franquista murió de longevidad al cabo de 36 años.

No entro aquí en más detalles sobre la novela. Otro día lo haré. Quiero hablar ahora de una historia que me ha recordado su lectura y que bien podría haber merecido unos párrafos de Almudena Grandes. Es una historia de familia, y para tramarla son necesarios varios hilos.

Uno de ellos viene del año 1942, del día en que José, un muchacho de 16 años, hijo de un guardia civil destinado en Fernán Núñez, comienza a trabajar de albañil en El Pardito, el cortijo de don Benito Arana, director de la SECEM de Córdoba. José ha ido poco a la escuela, sabe leer y escribir, y las cuatro reglas, pero son siete de familia, los tiempos duros y hay que llevar a casa lo que se pueda. Sabe lo que es trabajar desde los diez años, cuando empezó como aprendiz de zapatero, y luego de recadero en una farmacia. En El Pardito no falta el trabajo y todos los días la casera ha de preparar comida para veinticinco o treinta hombres entre albañiles, gañanes y otros operarios. La comida es buena y el pan abundante, amasado y cocido a diario en el horno de la cortijada por un hombre al que llaman Emilio.

Al Pardito acuden también pobres y vagabundos que siempre encuentran un plato caliente. Son órdenes de la señora, de doña Enriqueta, la esposa de don Benito, una mujer caritativa que más de un día baja del coche en compañía de un pobre desharrapado y hambriento que ha recogido en la carretera.

—Señora —quiso protestarle el chófer a doña Enriqueta una tarde que volvían a Córdoba—, cada vez que metemos a uno de esos en el coche tengo que quitarme los piojos.

—También me los quito yo, y soy la dueña, así que calla y conduce.

Pasan los años. Don Benito Arana muere en Madrid en 1953, después de haber levantado en las afueras de Córdoba, junto a la factoría de la SECEM, la barriada de la Electromecánicas, con casas para los trabajadores, escuela, iglesia, mercado, barbería, cuartel de la Guardia Civil y zona noble para los ingenieros. Cuatro años más tarde, el 16 de febrero de 1957, muere en Córdoba doña Enriqueta Suárez-Varela de la Secada.

En ese cuartel de la Electromecánicas aparecen y se cruzan nuevos hilos de esta historia. José, el joven albañil del Pardito, trabajó luego unos meses en el olivar de la casa ducal de Fernán Núñez, hasta que a los dieciocho se alistó voluntario como soldado de Artillería; antes del año ingresó en la Guardia Civil. Su segundo destino, en junio de 1.947, es el cuartel de la Electromecánicas.

Meses antes ha llegado a ese mismo cuartel un sargento veterano de Marruecos, de la guerra civil y del “servicio de persecución de huidos”, en cuyo expediente brillan felicitaciones de Alfonso XIII, ascensos por méritos de guerra, dos cruces al mérito militar y la medalla al sufrimiento por la patria. El sargento, viudo desde 1.941, vive en Córdoba con sus tres hijos. La más pequeña, Juana, se casará años más tarde, el 21 de mayo de 1953, con el guardia José. Son mis padres.

Mi abuelo Anselmo, el sargento Zarco, otro hilo en la trama, se jubila al año siguiente y alquila unas habitaciones en el caserío de la Huerta de Santa Isabel, al otro lado del viaducto de Medina Azahara, pasadas las vías y los depósitos del agua, con vistas a la impresionante mole de la entonces “Residencia Nueva”. Anselmo va y viene andando todos los días a Córdoba. Por las mañanas entra a tomar café en El Chocolate, frente al cuartel de Artillería, en la esquina de Medina Azahara con la calle Albéniz. Luego cruza República Argentina, entra por Puerta Gallegos y se dirige al Café de Labradores, donde pasa la mañana en tertulia, leyendo el periódico, mirando por los ventanales de Gran Capitán. Sobre la una vuelve a la huerta, pero antes hace una parada en el último número de Medina Azahara, en los bajos de los “pisos de Cañete”, en el bar Alhambra. Si no es a la ida, en El Chocolate, es a la vuelta, en el Alhambra, donde se encuentra con su amigo Mariano Medina, al que conoció en Palma del Río. Este Mariano Medina es el administrador de las fincas de la familia de don Benito Arana. Vuelven a encontrarse hilos.

Un día, Mariano Medina le presenta a un hombre de confianza de doña Enriqueta, se llama Emilio, el hombre del pan en El Pardito. El administrador le pide un favor a Anselmo: Emilio es aficionado a la caza y quisiera tener un permiso de armas. Tiempos difíciles para eso, desde luego, pero Anselmo, que en sus últimos años ha trabajado en la brigadilla —el Servicio de Información de la Guardia Civil— tiene buenos contactos en la comandancia, le arregla los papeles y le soluciona incluso un problema con el carnet de identidad. Emilio y Anselmo se hacen amigos, primero ellos, y luego las familias. Para entonces ya habíamos nacido mi hermana y yo. El panadero del Pardito y mi padre, el joven albañil de Fernán Núñez, se reconocen, recuerdan viejos tiempos, anécdotas de doña Enriqueta, y de vez en cuando van a cazar conejos a La Alcaidía, en la sierra de Alcolea. Las familias entran en confianza, se visitan, salen juntas y hacen perol más de un domingo en El Aljibejo, la huerta que Emilio tiene en la vega del Guadalquivir, por la parte de El Higuerón. Yo mismo creo tener vaguísimo recuerdo de uno de esos peroles, no sé si propio, o prestado por las muchas veces que mi madre ha hablado de aquellos días felices. Y debí ver a Emilio más de una mañana, cuando íbamos desde el pueblo a Córdoba y mi madre nos llevaba al Café de Labradores a ver al abuelo. Eran los primeros años sesenta. Emilio y Anselmo se habían hecho inseparables.

Un día, Emilio no aparece por Labradores. Ni al día siguiente, ni a la semana, ni al mes. Nadie sabe nada. Nadie abre tampoco la puerta de su casa ni coge el teléfono. Los vecinos también los han echado en falta. Emilio y su familia han desaparecido de la noche a la mañana. Mi abuelo nunca volverá a verlos, y murió con esa pena.

Meses después de la desaparición, y ante las preguntas y la preocupación de mi abuelo, el administrador, que estaba en el secreto, se decidió a desvelarlo: Emilio y su familia estaban en Francia, en Burdeos. En Córdoba sólo había quedado su hija mayor. Todo se precipitó cuando ésta empezó a mover los papeles para casarse.

—Ella se quedó en Córdoba —recuerda mi madre al otro lado del teléfono—, y se casó con el hijo de los dueños de una tienda de tejidos muy famosa en Córdoba, Almacenes Encarnita, enfrente del cine Góngora. Pura, la mujer de Emilio, murió en Francia. Trabajaban en una huerta. De los cuatro o cinco hijos, solo sé que uno puso un supermercado allí, en Burdeos, y otro entró como electricista y encargado de mantenimiento en el consulado español.

Emilio volvió a Córdoba tras la muerte de Franco, con la amnistía del 77.

—Se compró un piso en Ciudad Jardín y vivía solo — continúa mi madre. ¿Tú no te acuerdas de un día, al poco de volver de Francia, que vino a comer a casa?

Sí me acuerdo, pensé, y ese día yo no comí en casa. Eran mis años de rebeldía y continuo callejeo hasta la madrugada.

—Murió hace poco, ya nos habíamos mudado al piso nuevo, en el 2005. Una mañana que íbamos tu padre y yo dando un paseo nos lo encontramos sentado en un banco de Gran Vía Parque y estuvimos un buen rato hablando. Estaba ya muy mayor, pero bien de salud. Fue la última vez que lo vimos. Un día, a los pocos meses, lo encontraron muerto en su casa, pobre Emilio.

Cuando la hija decide casarse, pedir certificados de nacimiento, de bautismo, nombres y datos de los padres, a Emilio se le viene el cielo encima. Y más que el cielo, la imagen de la cárcel y la desgracia para su familia, como le había pasado a tantos compañeros. Franco no olvidaba, seguía firmando sentencias de muerte y condenas de 30 años, y Emilio no se llamaba Emilio, sino José, y Valderrama de apellido, como el famoso cantaor, porque eran primos hermanos, nacidos en el mismo pueblo de Jaén, en Torredelcampo, en la misma familia de pequeños propietarios de olivar.

—Su familia era de izquierdas —ahora es mi padre el que ha cogido el teléfono. Emilio era comunista y había luchado por la República en la guerra civil.

Aquí se me acaba el hilo. Nada más saben mis padres de esta historia. No sé si la hija estaba al tanto de la militancia comunista del padre, ni qué razones se dieron una y otro en aquellos días de los primeros años sesenta. Tampoco sé si Emilio consideraba su pasado comunista un pasajero y excusable ardor de juventud —como lo hizo su primo, el cantaor, militante juvenil en un batallón de la CNT—, o si era un hombre del Partido, un clandestino militante que mantenía viva la lucha, quizá en la misma SECEM, que con sus cientos de trabajadores repartidos en turnos de mañana, tarde y noche, terminó convirtiéndose en el referente histórico de la reivindicación obrera y de la lucha antifranquista en la vieja ciudad de los califas.

La hija se casó con el heredero de Almacenes Encarnita y el padre hubo de poner tierra por medio con el resto de la familia después de veinte años de relativa calma, oculto y protegido primero en El Pardito por doña Enriqueta, ayudado luego y legalizado por amigos como mi abuelo Anselmo, que además lo había presentado y apadrinado como nuevo socio en el Círculo de Labradores.

Hubo muchos Emilios en este país, demasiados, que tuvieron que callar quiénes eran, quiénes habían sido, quiénes no debían ser. Gente oculta, escondida, clandestinos que hubieron de fingir, de silenciar su pasado y hacer como que olvidaban, como que nunca las habían tenido, sus ideas, sus banderas y su compromiso. El panadero de El Pardito fue otro más de tantos, sólo que por azar el hilo de su historia se cruzó con los de mi familia y ha llegado hasta estos días de otoño en que la novela de Almudena Grandes me lo ha recordado.

Pero aún queda un hilo suelto en esta trama: ¿cómo llegó el joven comunista de Torredelcampo al Pardito? ¿por qué don Benito Arana Beascoechea, director de la Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas de Córdoba, un hombre público, relacionado con la jerarquía franquista, hijo adoptivo de la ciudad y condecorado por el régimen, se arriesga a esconder a un soldado republicano? ¿qué papel juega doña Enriqueta?

—Según yo conozco —es mi padre el que pone el epílogo—, a doña Enriqueta le pilló el comienzo de la guerra en zona republicana, y él fue el que hizo las gestiones y la pasó a zona nacional, por eso, cuando acabó la guerra y acudió en busca de ayuda, doña Enriqueta no dudó, habló con su marido, lo ocultó en El Pardito, le dio el trabajo de panadero y empezó a llamarlo Emilio.

Hoy es sábado, 27 de noviembre de 2010. Después de hablar por teléfono con mis padres me he venido a la huerta, he encendido la candela y me he puesto a escribir esta historia. De vez en cuando dejo de teclear en el ordenador, enciendo un cigarrillo y miro por la ventana: un herrerillo en el olivo, un petirrojo en la cerca de piedra, Rabón y Juan Sin Tierra, los gatos, disputándose la caseta de madera que les he construido, la urraca junto al pozo; en la parte de atrás cacarean las gallinas, kikiriquean los gallos, zurean las palomas. Duna, la perra, dormita junto al fuego...

... Me avergüenza la historia de este país. Qué lástima de República —me digo—, de vidas arrasadas por la guerra y la posguerra; qué pena de ideas y de esperanzas, de hombres y mujeres en la derrota, en la cárcel, en las cunetas, en el exilio, en el silencio; en qué manos ha estado este país... Pero miro las llamas y me reconozco un hombre con esperanza, con recuerdos, convencido de que sin memoria no hay futuro.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Un gracioso


Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes, resplandeciente de juguetes y de golosinas, borboteante de codicias y desesperaciones, delirio oficial de una gran ciudad hecho para turbar el cerebro del solitario más fuerte.

En medio de tanto bullicio y alboroto, trotaba con viveza un burro, hostigado por un patán que empuñaba un látigo.

Cuando el burro iba a doblar la esquina de una acera, un señorito enguantado, encharolado, cruelmente encorbatado y aprisionado en un traje recién estrenado, se inclinó ceremoniosamente ante el humilde animal y le dijo, quitándose el sombrero: “¡Os lo deseo bueno y feliz!”, y luego se volvió hacia no sé qué camaradas con un aire fatuo, como pidiéndoles que dieran aprobación a su contento.

El burro, que no había visto al gracioso, siguió trotando diligente hacia donde le llamaba el deber.

Súbitamente fui presa de una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el espíritu de Francia.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Mi vida con Varguitas



El teniente Gamboa, el esclavo — el chivato— Arana, que acaba muerto, El Jaguar, el internado en Lima, una muerte misteriosa, la brutalidad militar, el descubrimiento del español americano... Poco más recuerdo de la primera novela de Vargas Llosa que leí en los primeros setenta: días del sexto y del cou en el instituto Averroes de Córdoba, del primer curso en la Facultad, de libros y discos que rulaban entre amigos y compañeros; tiempos adolescentes, de arrebatados amores e inconsolables soledades, de masturbaciones y arrepentimientos, de empezar a descubrir y a fundar, de despertar a la realidad del país, de la primera compañera de pupitre, de los primeros cigarrillos, de cantar a coro en las tabernas coplas, tangos, boleros y canciones folk—Serrat, Víctor Jara, Nuestro Pequeño Mundo, Aguaviva, Pablo Guerrero, Brassens, Moustaki, Joan Báez—; tiempos agónicos de la dictadura, de manifestaciones y altercados con la policía; de barbas, trenkas y pelos largos; de primeras borracheras, de primeras exposiciones de pinturas, de primeras obras de teatro, de primeros versos, de primeros besos, viajes, bailes... Tiempos, sueños, amigos que ya pasaron; unos para mal, otros para bien. La vida, como dijo el sabio, es ir dejando atrás.

Guardo un grato recuerdo de los primeros libros de aquellos sudamericanos del bum y del realismo mágico —aquel árbol genealógico, por ejemplo, que el buen Joaquín hizo de la familia Buendía de Macondo—; de los primeros cuentos de Borges, de Hijo de hombre, del primer Cortázar.

De Vargas Llosa vinieron después los cuentos de Los jefes y Los cachorros, Conversación en La Catedral y el sorprendente culebrón de La tía Julia y el escribidor. De Pantaleón y las visitadoras me queda una experiencia agridulce en lo personal, no porque me disgustara el libro, sino por desafortunadas circunstancias familiares. En enero del 75, a mi padre le diagnosticaron un síndrome de depresión esquizoide por el que hubo de pasar una temporada de reposo en el hospital militar de Sevilla. Excusaré aquí los hechos que condujeron a aquel diagnóstico, así como el sobrecogedor panorama de aquel hospital, la terrible impresión que nos causó la vista de muchos de sus pacientes. Yo tenía entonces diecinueve años, acababa de leer Pantaleón y las visitadoras, con el que me había divertido de lo lindo, y no tuve mejor ocurrencia que llevarle el libro a mi padre con el ánimo de sacarle una sonrisa y de que leyera algo distinto a las novelas del oeste que devoraba. Albergaba también la esperanza de que reaccionara y reconociera el sinsentido de la vida militar a la que él mismo se había consagrado desde los dieciocho años. Recuerdo la escena: a mediodía, mi padre en la cama de aquella habitación llena del sol de la primavera, su sedada indiferencia ante el ejemplar que le había llevado desde Córdoba, mis palabras de aliento para que leyera aquella delirante historia. Y recuerdo también mi decepción al domingo siguiente, a la misma hora, cuando comprobé que seguía intacta sobre la mesilla. Cómo olvidar aquella novela, aquellos días tristes y confusos.

Luego vino el absurdo: el servicio militar: días de alcohol y de hachís, de absurdos, inútiles, recuentos de hombres, armas, municiones y uniformes, cada mañana, cada tarde, cada noche, durante catorce meses y medio; días de frío y de soledades en Plasencia: la desconexión. Fue entonces cuando leí su ensayo sobre Flaubert y madame Bovary, cuando descubrí la pasión de la escritura y decidí enfrascarme yo mismo en la búsqueda de las palabras. Cómo olvidar tu libro, Varguitas.

En los ochenta, La señorita de Tacna, Historia de Mayta y ¿Quién mató a Palomino Molero? Después, unos años de premeditado olvido —aquel antojo suyo de meterse a político, aquellos artículos que me rebotaban—, hasta que vino la reconciliación de manos de La fiesta del Chivo y, sobre todo, de El paraíso en la otra esquina. El buen escribidor seguía en la brecha. Lo último que le he leído es un artículo conmovedor sobre la escritora judía Irene Nèmirovsky.

No soy un lector voraz, compulsivo, un adicto que necesita su dosis diaria, cada vez más elevada, de palabras impresas; ni siquiera lo que ahora se llama un consumidor de literatura: gasto, a mi pesar, poco dinero en libros; tampoco puedo presumir de una gran biblioteca doméstica, en la que hay menos libros de Vargas Llosa de los que le he leído —¿en qué mudanza desapareció La casa verde? ¿a quién le presté La guerra del fin del mundo? ¿dónde habrá acabado aquel ejemplar de la Historia de un deicidio? Ahora, con la concesión del Nobel, espero hacerme con alguna obra suya pendiente de lectura—; pero aseguro, y no es hueca declaración, que las novelas de Vargas Llosa están en el meollo de mi educación lectora y, por ello, de mi biografía personal.

Hubo unos años, lo dije más arriba, en que renegué del escritor peruano, en que me indignaba su veleidad de gobernante salvapatrias, y lo retraté como un generalazo, de los que tanto había renegado, con toda la pechera llena de premios y condecoraciones. Estoy seguro de que si VLL hubiera seguido por ese camino, no habría vuelto a abrir uno de sus libros, y de que pasaría por alto las hojas del periódico con sus artículos, pero, gracias a la literatura, el escritor volvió a lo que mejor sabía hacer.

Un escritor no está para salvar a este perro mundo de la injusticia social, de la intolerancia cultural y religiosa, de las guerras, las dictaduras militares o la salvaje explotación capitalista de los recursos humanos y naturales, esa es tarea de los gobernantes, pero sí puede -debe- crear conciencia de esos males al tiempo que nos hace disfrutar de la buena literatura. Y en eso, Varguitas, eres un maestro. Uno de los grandes de nuestro tiempo.

Salud.

sábado, 9 de octubre de 2010

El "Yo pecador" del artista



Qué penetrantes son los atardeceres de otoño. ¡Ay! penetrantes hasta el dolor, porque hay deliciosas sensaciones cuya imprecisión no excluye la intensidad; y no hay punta más acerada que la del Infinito.

Qué gran delicia perder la mirada en la inmensidad del cielo y del mar. Soledad, silencio, incomparable pureza del azul, una pequeña vela agitándose en el horizonte, que por su pequeñez y su aislamiento semeja mi irremediable existencia, monótona melodía de la marejada, todas las cosas piensan por mí, o yo pienso por ellas (pues en la grandeza del sueño, pronto se pierde el yo); piensan, me digo, pero musicalmente, y a su manera, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.

Sin embargo, estos pensamientos, que surgen de mí o que nacen de las cosas, pronto se hacen demasiado intensos. La energía en la voluptuosidad crea un malestar y un sufrimiento positivo. Mis nervios, demasiado tensos, solo producen vibraciones agudas y dolorosas.

Y ahora la profundidad del cielo me consterna, me irrita su nitidez. La insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo me sublevan. ¡Ay! ¿Hace falta sufrir eternamente, o eternamente huir de lo bello? Naturaleza, encantadora sin piedad, rival siempre victoriosa, ¡déjame! Deja de tentar mis deseos y mi orgullo. El estudio de la belleza es un duelo en que el artista grita de espanto antes de ser vencido.

martes, 5 de octubre de 2010

La desesperación de la vieja



La arrugada viejecilla se sentía muy contenta cuando veía a un hermoso niño a quienes todos hacían fiestas, a quien todos querían agradar; una preciosa criatura, tan frágil como ella, la viejecilla, y, como ella, sin dientes y sin pelo.

Y se le acercó, queriendo hacerle risitas y mimitos.

Pero el niño, asustado, se agitaba con las caricias de la pobre vieja decrépita y llenaba la casa con sus llantos.

Entonces la pobre vieja se retiró a su eterna soledad, y lloraba en un rincón diciéndose: “¡Ay, para nosotras, desgraciadas hembras viejas, ya pasó la edad de resultar agradables, incluso a los inocentes; y le damos miedo a las criaturas a las que queremos dar cariño!”

viernes, 1 de octubre de 2010

El extranjero



—¿A quién amas sobre todas las cosas, enigmático hombre, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana, o a tu hermano?

—Yo no tengo padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.

—¿A tus amigos?

—Usas una palabra cuyo sentido me es desconocido hasta ahora.

—¿A tu patria?

—No sé en qué latitud se encuentra.

—¿La belleza?

—Con gusto la amaría, diosa e inmortal.

—¿El oro?

—Lo desprecio, como tú desprecias a Dios.

—Enconces, ¿qué amas, extraño extranjero?

—Amo las nubes... las nubes que pasan... por allí... por allí arriba...¡las maravillosas nubes!

jueves, 9 de septiembre de 2010

Crepúsculo de los sueños

Domingo por la mañana. Caminata hacia Conquista. A la izquierda, las sierras en azul. Pasado el puente del Guadamora, echo por el camino de la derecha. Se oyen escopetazos a barullo. Duna se asustaba al principio, luego se acostumbró, igual que yo, que miraba ya con ojos de poeta.

Ardiendo aún de agosto trae septiembre
el espumillón de la lluvia y las tormentas,
las primeras señales del frío y de las nieblas.

Renueva luces septiembre, aromas, sabores,
y va cerrando ventanas, apagando ardores,
los fuegos del verano.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Una mañana en segunda mano



1 de septiembre: ahora sí que está sola la casa. Se necesitan unos días para acostumbrarse al silencio de las habitaciones. Todo recogido y en orden, la mesa, las estanterías, las camas con el oso de peluche y con el marinerito reclinados en sus almohadas, en ese sueño hipnótico de los muñecos, del que solo despiertan cuando sus dueños vuelven.
Duna, la perra, también nota las ausencias.

En la ciudad de los califas, regular. Primero fuimos a una tienda de segunda mano. Después de mil vueltas en busca de aparcamiento, dos horas de reloj para deshacernos de una máquina de escribir y del ordenador de sobremesa que he usado hasta primeros del verano. El establecimiento funciona como la pescadería o el médico: hay que sacar número ... y esperar. Los empleados dieron diez números en nuestra tanda. Nosotros teníamos el 7.
El sitio es de rastro: regateos, encomios del vendedor, cantidades irrisorias, y en más de una ocasión, vuelta a casa con el aparato rechazado por los compradores, que son ellos. Los clientes somos los que llegamos a vender nuestros usados y pobres enseres.

Número 6:
Los altavoces expandían a toda pastilla sones variados: pasodobles, tangos, éxitos del verano, y del invierno, Yesterday, una ranchera, músicas de películas, y hasta una pieza de rock sinfónico a lo Emerson, Lake and Palmer. Aquello, aunque sobrado de decibelios, sonaba estupendamente, hasta que el comprador le dijo al chaval músico que no le daba más de treinta euros, que le fallaban varios ritmos y la función corbu. Yo también pensé que era una tomadura de pelo y estuve a punto de darle unas palmaditas al muchacho y de rogarle que no malvendiera aquel teclado, que siguiera haciendo música, que la hacía muy bien.
—Qué cabrón el tío —dijo el chaval para que lo oyéramos todos, y salió mohíno con su teclado a cuestas.
Esto es como los trileros, pensé: la tienda tiene contratados a sus ganchos para que quien espera vender a buen precio, tome nota y no se haga ilusiones con los euros que va a sacar de aquí.

Número 5:
Una pareja de rumanos astrosos, él con la panza al aire, por debajo de una camiseta azul de tirantes, ella con su faldón oscuro hasta los tobillos y un niño de meses en los brazos. El empleado les echó para atrás sin contemplaciones una pantalla plana de televisión sin el cable y con mil ralladuras en el cristal.

Número 4:
El mismo empleado despachó también sin vacilar a un adolescente con un caset de coche:
—Eso es robado, venga, fuera de aquí.

Número 3:
La viuda vendió los tacos de billar de su hombre:
—El pobre ya no los necesita donde está, y a mí me van a dar de comer unos días, que con la pensión me llega para la luz y el agua y poco más —confesó atribulada mientras metía el billete bien doblado en el monedero.

Número 2:
Un señor de unos setenta años, juncal, serio, cristales ahumados, bigotito a lo Clark Gable, guayabera azul claro, pantalones grises, zapatillas marrones de rejilla. Ni dijo una sola palabra ni parecía fijarse en los demás. Miraba al frente, erguido en su dignidad venida a menos. Cuando le llegó el turno, sacó del bolsillo superior de la guayabera un bolígrafo Montblanc, se lo tendió al empleado sin decir palabra y apoyó con suavidad las manos en el borde del mostrador, a la espera, mientras el convertidor desarmaba el bolígrafo con agilidad, comprobaba el mecanismo, las roscas, la carga de tinta y el correr fluido de la bolilla sobre el papel.

Número 1:
Tipo con camisa blanca de tirilla y pantalón negro, mocasines beiges, sombrero de paja con el nombre de un ron en la cinta roja, mochila mugrienta, unas cuantas bolsas de plástico y un olor infame. Desde que había entrado, uno de los empleados rociaba de vez en cuando ambientador delante de un ventilador. El tipo hablaba recio, sin titubeos, como con mucho don de gentes, con labia de sobra, y trató de pegar hebra con cada uno de los que estábamos allí. A mí me pidió un cigarrillo, al que le quitó el filtro con los dientes para ponerle otro de cartón y hacerse la ilusión de que se estaba fumando un porro. De las bolsas de plástico fueron saliendo una sierra de calar del pleistoceno sin la hoja; unos prismáticos tamaño tanque, con las lentes descentradas, una pistola de grapas sin muelle, una estación meteorológica sin pilas y con la pantalla cascada por un golpe, un mando de televisión, un teléfono móvil conectado al silencio y un reproductor de mp3 que se quedaba colgado en la misma nota. Como último gesto, el tipo se quitó el reloj de pulsera y dijo a los presentes que le había costado mil euros, pero que estaba dispuesto a aceptar veinte porque tenía que comer.
Allí quedó el pobre diablo, en su verborrea con dos rumanos de Lucena que estaban apostados en la puerta:
—Diez pavos por el peluco, tío, de precisión. Mira, las trece cincuentaisiete.

Llegado el turno, puse el género en el mostrador: la máquina de escribir, que tuvo solo un año de uso, pues enseguida compré el primer ordenador, tenía una tara absoluta: se le había secado la tinta del carrete: no la aceptaban. Ni siquiera de regalo.
—Échala al primer contenedor, pero que no te vean las intenciones los rumanos, me aconsejó con mirada oblicua el convertidor que nos atendía.
Con el ordenador ha habido trato, pero poco. Le he dicho a P. que se pase la semana que viene a ver por cuánto han multiplicado los 49 euros.
Después de comer en casa de mis padres salí pitando para el pueblo. Pasé por la residencia para avisarle a M. de mi vuelta y dejé la máquina de escribir junto a un contenedor. Me dio una punzadita de pena verla allí abandonada. Seguro que se me quedaron en sus teclas muchas palabras. Pero en esto me reconozco borgiano confeso, y si no llegó la ocasión de soñar los versos o de que me fuese revelado un cuento, pues nada. Ocasión llegará. Y si no llega, pues nada también, eso que se gana el lector.

jueves, 26 de agosto de 2010

El malo de la película


El hombre corta una rosa, la sostiene entre sus manos, la contempla y luego ofrece su aroma a la mañana. No es un monje recogido en su tarea; hace ya una eternidad perdió la fe. Tampoco cree en los demás. Se sirve de ellos, los utiliza. Los desprecia. Después de cortar la rosa el hombre llama por teléfono. Si sus manos cortan rosas, sus palabras provocan una guerra. Es un hombre de negocios. El hombre que corta las rosas guarda una pistola en su pecho, vive en una montaña de billetes de mil dólares y desde la cima toca el cielo con sus manos. Allí crece su jardín de rosas negras.



martes, 10 de agosto de 2010

Románticas pasiones



Buscar los versos, los busca uno. Lo difícil es encontrarlos.

*

Enamorarse es encontrarse. Amarse es tenerse cerca, encontrarle sentido a la vida. A la nuestra y a la del otro. Amarse es crecer. Y soñar juntos.

Nada más triste —más soledad— que vacío el otro lado de la cama.

*

Los pobres echamos cuentas y cuentas, pero el resultado final no depende de nosotros, y no porque ignoremos la aritmética, sino porque no queda otra que sumar poco y restar más, pues los que manejan el cotarro multiplican para sí y dividen entre ellos.

*

Escribiendo supero las murrias del vivir y de vez en cuando vivo las alegrías del oficio. De la vida.

*

Retirarse de la vida literaria, no de la literatura. Escritor puro.

*

martes, 3 de agosto de 2010

Hilos que se encuentran

 Poco he averiguado sobre nuestra madama.

sábado, 19 de junio de 2010

Palabras de Pessoa

En el más pequeño poema de un poeta debe haber algo por lo que se advierta que ha existido Homero.
Ricardo Reis

miércoles, 9 de junio de 2010

El joven viajero


Hace unos días, cuando ultimaba en la sala de profesores una presentación sobre el Libro de buen amor, sonó el teléfono; la conserje reconoció mi voz y dijo que tenía delante a un antiguo alumno que quería hablar conmigo. Le dije que lo hiciera pasar y salí a la puerta de la sala para recibirlo. Cuando lo vi a lo lejos, todavía delante de la ventanilla de recepción, pensé que mi hijo me había gastado una broma: la misma pinta, la misma barbilla de no afeitarse casi nunca, el mismo pelo descuidado, la misma forma de vestir. Cuando avanzó por el pasillo salí de mi espejismo. No era mi hijo, pero estoy seguro de que más de uno, al vernos juntos, lo hubiera creído.

—Soy Javier Redondo Jordán, el de John Lennon. Quería verle para hablar un par de cosillas con usted.

Lo hice pasar a la sala de profesores y lo invité a sentarse y a que se explicara. En poco más de cinco minutos me puso al día de su vida y del motivo de su visita: quería que le presentara un libro de viajes: París-Benarés-Pozoblanco, ciudades de la luz:

—Claro, Pozoblanco, ciudad de la luz, por lo de las Industrias Pecuarias—bromeé.

Le dije que sí, que presentaría su libro, a ciegas, sin saber de qué ni cómo iba, antes de leerlo. Pensé en el riesgo de encontrarme con un ferviente devoto que escribe su homenaje a la Virgen de Luna, o con ombliguismos pueblerinos y folklorismos rancios, incluso con desvaríos de un desequilibrado, con las memorias de un joven capillita o con los cuentos de un muchacho al que le han premiado algunas redacciones escolares, pero que escribe con faltas de ortografía, que no ha leído a Borges y que ni sabe quiénes son Bruce Chatwin o Paul Bowles, dos buenos escritores viajeros.

Después salimos a tomar un café en una terraza y charlamos un rato de literatura; le pregunté también por qué se me presentó como “el de John Lennon”: una anécdota de clase, una cinta que le regalé con canciones del músico inglés.

Esta tarde he comenzado a leer una copia del libro en pdf que me han hecho en la imprenta. En las cien páginas que he leído me he encontrado a un joven escritor con ideas propias y maduras que emprende un viaje a las ciudades de la luz, en busca de las palabras, de sí mismo, y de los otros, protagonistas también de este libro autobiográfico que tiene mucho de bildungsroman.

He interrumpido la lectura con el autor ya en París, rindiendo homenaje a Oscar Wilde en el cementerio del Père Lachaise. Ya daré noticias cuando la complete.

viernes, 14 de mayo de 2010

Franz Kafka: El viejo manuscrito


El sistema defensivo de nuestro país es verdaderamente defectuoso. Cómo negarlo. Hasta ahora, atareados como estábamos en nuestro día a día, no nos había preocupado, pero los últimos acontecimientos han hecho saltar las alarmas.

Soy zapatero remendón; mi tabuco da a la plaza del palacio imperial. Nada más subir la persiana de mi cuchitril ya se ven los soldados, apostados con sus armas en todas las bocacalles que dan a la plaza. No son de los nuestros; son nómadas del norte. No sé cómo han podido llegar hasta aquí, hasta la capital, tan alejada como está de la frontera. Pero ahí están. Cada día más.

Los nómadas están acostumbrados a la acampada libre, detestan las casas y pasan el día afilando sus espadas, calibrando flechas, adiestrando a los caballos. Han convertido esta plaza tranquila y limpia en una auténtica pocilga. Más de una vez hemos dejado nuestros negocios para limpiarla un poco, por lo menos lo más gordo, pero ya apenas lo hacemos: es trabajo perdido; además, corremos serio peligro de morir pateados por esos caballos salvajes o de que los soldados nos abran las carnes a latigazos.

No puede uno hablar con los nómadas del norte. No saben nuestro idioma y casi ni tienen el suyo. Hablan entre ellos como si fueran grajos: un graznido es lo único que se oye. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como faltas de interés. Ni siquiera tratan de interpretar las señas que les hacemos. Puede uno dislocarse la mandíbula y las muñecas, que nada entienden ni entenderán nunca. A menudo hacen muecas, ponen los ojos en blanco y echan espuma por la boca, pero eso no significa nada, ni nos produce miedo. Es una costumbre suya. Si necesitan algo, lo roban. No puede decirse que utilicen la violencia. Simplemente lo cogen, y uno se hace a un lado y los deja irse.

De mi negocio se han llevado valiosos productos. Pero no voy a quejarme, viendo, por ejemplo, lo que le pasa al carnicero: nada más llegar la carne a la tienda, los nómadas la cogen y empiezan a comérsela. Sus caballos también comen carne. Y no es raro ver a un nómada compartiendo un trozo de carne cruda con su caballo. El carnicero tiene miedo y no se atreve a suspender los pedidos. Comprendemos su situación y hacemos colectas para que siga pagando. Si los nómadas se encontraran un día sin carne, nadie sabe cómo reaccionarían. Además, nadie sabe lo que pueden llegar a hacer teniendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse el trabajo de sacrificar y despiezar, y trajo un buey vivo. No volverá a hacerlo. Yo me pasé una hora acurrucado en el fondo de mi cuchitril, debajo de todas las ropas, mantas y almohadas que tenía a mano, para no oír los mugidos del buey cuando los nómadas se abalanzaron sobre él y empezaron a comérselo vivo. Sólo me atreví a salir de mi escondrijo un buen rato después de que cesaran los mugidos: como borrachos ahítos junto a un barril de vino, estaban desparramados los nómadas en el suelo junto a los restos del animal.

Precisamente ese mismo día me pareció ver al emperador tras una ventana de palacio; casi nunca llega a las habitaciones exteriores, anda siempre en los patios más escondidos; pero ese día lo vi, o creí verlo, tras una ventana, contemplando cabizbajo el espectáculo ante el palacio.

—¿Cómo acabará esto?— nos preguntamos todos. ¿Hasta cuándo aguantaremos esta carga y este tormento?

El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo deshacerse de ellos. Las puertas están cerradas. Los guardias, gallardos y joviales antes en sus marchas y en sus relevos, se protegen ahora tras las rejas de las ventanas. La salvación de la patria depende solo de nosotros, de los artesanos y de los comerciantes, pero no estamos preparados para esta tarea; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de hacerlo. Hay un malentendido. Y ese malentendido nos llevará a la ruina.

Primera edición en Marsyas, Berlín, 1.917

miércoles, 12 de mayo de 2010

Madama Fouquet


Hace unos meses, un amigo ingeniero agrónomo aficionado a la botánica me envió desde Granada ocho páginas fotocopiadas de un manuscrito encontrado en el archivo municipal de Loja, copia de un libro que se encuentra en el Archivo General de Indias de Sevilla. El manuscrito, por las ocho páginas de que dispongo, fue obra de un anónimo boticario o médico, lojano de origen o por circunstancias de la profesión, pues se compone de recetas para muy diversos males: vértigos, viruelas, quemaduras, sarna, roña y empeines vivos, tiñas, lepra, tericia, asma, tisis, dolor de oídos, de muelas, lombrices, mal de piedra, tercianas, cuartanas... Cuando uno lee los remedios del anónimo de Loja, no tiene más remedio que acordarse de la vieja Celestina, y piensa si Fernando de Rojas no se quedó corto al describirnos el laboratorio de la curandera medieval y las propiedades de los elementos que acumulaba en su casa de más allá de las tenerías de la ciudad.

En la segunda línea del primer folio encontré un nombre –“madama Fouquet”_ y la referencia al tomo 2 de un libro suyo. En el tercer folio y en nota al pie, volví a encontrarme idéntica referencia: el boticario seguía al pie de la letra los remedios de la tal madama. Y claro, encendí el ordenador, tecleé y navegué. Y encontré.


Dejo para próximas entregas el affaire Fouquet, y transcribo a continuación –sigo al boticario granadino al pie de su letra y con las mínimas actualizaciones ortográficas y de puntuación- uno de sus populares y caritativos remedios para pobres aquejados de dolor de costado:

Toma de la sangre del cabrón, o macho montés -que todo es una-, el peso que tiene un real de plata, y si estuviere seca –que lo mismo es para el efecto; y lo molerás muy bien en polvos pasados por cedazo; y en una porción de agua de amapolas los darás en ayunas al paciente; y por la tarde, otra vez después de hecha la cocción de la comida; y a pocas veces sanará el enfermo: porque con esto se adelgaza la sangre notablemente, y se arroja por sudor y boca toda la malignidad.

Es remedio indefectible tomado antes de la tercera accesión.

Este medicamento lo hallarás en las boticas.

También es bueno para caídas, tomado cuatro o seis horas después de ellas.

martes, 4 de mayo de 2010

Desde muchos años atrás


Desde
muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.

Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento

domingo, 21 de marzo de 2010

Páginas de un diario


Estoy viendo una película del oeste: Justicia y venganza (Brothe 2005, Jean-Claude La Marre. Intérpretes: David Carradine, Gabriel Casseus, Antwon Tanner. Un grupo de proscritos se une para intentar acabar con el magnate local del pueblo. Driscoll tiene bajo su control a la gente d... La información del teletexto se acaba aquí.

Es un western con anacronismos que, bien mirada la cosa, la película, no lo son, sino elementos innovadores del género. Entre los anuncios, sigue la película: la sheriff toma una taza de café en su despacho con las piernas sobre la mesa, el cazarrecompensas y su guía indio con uniforme yanqui andan tras la banda de los proscritos, negros y mestizos, que han entrado al banco de Driscoll para atracarlo. Otra balacera...

Uno de los hermanos atracadores y la sheriff se conocen, tuvieron su romance. Por lo que se dicen, ha pasado el tiempo, pero no la pasión.

Mientras tanto, el baranda ha mandado reunir a sus hombres: ¡Nadie mata a un Driscoll!, proclamó en el saloom ante el cadáver de su hijo¸ un sinvergüenza degenerado que acababa de matar a una pobre mujer de alterne. Driscoll-Carradine los tiene ahora acorralados.

En el banco hay rehenes: los empleados, un viejecillo, dos niños hermanos, otro con un gorro a lo Copperfield, una madre con su hijo de meses, y la mujer del alcalde. Mara, la atracadora mestiza, usa al niño del gorro de piel como escudo humano para salir del asedio. Son abatidos sin piedad.
La sheriff, que ha perdido la partida de la dignidad al consentir todos los crímenes y arbitrariedades de Driscoll padre e hijo, se sacrifica por su amor de juventud y acaba con el cuerpo como un colador. Y ahora entra –sigue- la publicidad... Dan ganas de no ver la televisión, porque los 81 minutos de la ficha de la película se convierten en dos horas o dos horas y media; como si tuviera uno tiempo y ganas de ver anuncios de coches y de una actuación de Manolo Escobar...

Los atracadores van cayendo uno a uno. Ahora hay un duelo a muerte entre el predicador atracador y el cazarrecompensas. Mueren los dos.

En el interior del banco sólo quedan vivos, herido el mayor, los dos brothers negros, sentados en un charco de sangre. Se incorporan y se despiden para siempre. El menor intentará la huida por detrás. El mayor, por la puerta principal del banco. Lo balacean como a Bonnie and Clyde, pero en su postrero esfuerzo le mete a David Carradine una onza de plomo en la frente.

Y sigue la cosa: lavavajillas, margarina, David Bisbal, antiarrugas, infusiones, tratamientos para la eyaculación precoz, patatas fritas, antialcalinos, cereales...

En la 2 está La balada de Lucy Whipple, con Glenn Close, pero ésta no la voy a contar. Ni a ver: tengo 90 exámenes que corregir.

Por la tarde me encontré con X. en la calle Mayor. Volvió a mencionar las razones extraliterarias del premio que le han dado a un libro de la terna candidata en que andaba también uno mío. Es la tercera persona que me pregunta esta semana si iré a la entrega. Sin duda, lo mejor de todo será el jamón. El convocante asegura que el domingo habrá “la mayor reunión de creadores de Los Pedroches celebrada en mucho tiempo”. No tengo ninguna gana de ir, y estos actos protocolarios son prescindibles, así que ya lo tengo decidido.

El día 14 mi padre cumplió 85 años. ¿Cómo será saberse viejo?

Hace unos días murió Miguel Delibes y leí en la clase de 1º de bachillerato los primeros párrafos de El camino. Hablé también de la primera novela suya que leí, la historia del jubilado y el librillo de papel de fumar. Cuando aparece la hoja roja, hay que ir al estanco a por otro. Pero eso no se puede hacer con la vida. ¿Cómo será saberse viejo, haber llegado a la hoja roja?

Estos días, por las mañanas, paso horas arrodillado en la tierra, sacando de raíz ortigas, malvas, lechuguetas y otras malas hierbas de la huerta. Quiero sembrar patatas. Y recogerlas en su tiempo. Sin echar cuentas, como hacen algunos en la barra del bar:

—En el supermercado, 5 kilos, 1 euro. No merece la pena el trabajo.

Yo callo, apuro el café y me voy a la faena. La tierra está ahora blanda y las hierbas se desprenden con facilidad. Hinco primero la horca, la hundo con el pie, y levanto un palmo de tierra. Algunas malvalocas se resisten, han ahondado la raíz, pero gano en la briega; las ortigas mayores también se defienden, hay que andar protegido contra sus escozores.

Mientras saca uno malas raíces de la tierra, canta en voz alta unos versos de Sabina, silba, le habla a las gallinas, reconoce el jilguero y el colirrojo, escucha al puchinchín y a los perdigones vecinos, se entretiene en el rumor de la gavia, siente venir el aire, le echa miradas a las nubes, las ve transformarse, dejar agua, o dispersarse y perderse en lo azul. Y piensa en sus cosas.

jueves, 25 de febrero de 2010

Apuntes del natural


Tarde en calma:
aprender el secreto de los árboles,
su mágico florecer.

*

La luz de la mañana llega al corazón de las encinas. Tierra húmeda, roja, mullida.

*

Lavanderas de enero. Avefrías en las calles. Viento y silbos de tordos. Algaradas de niños en la escuela.

*

Trae brumas de mar el viento del oeste. A mi paso revolotean las bandadas: trigueros, verdecillos, jilgueros, tarabillas...

*

El verde recién nacido. Transparencia. Nitidez. Olivos. Y el colirrojo en la chumbera.

*

Incendio a poniente: desmelenada en llamas la cabellera del sol.

*

El bosque en calma,
en silencio,
al sol de otoño.

*

Vuelos de cigüeña por los campos de abril. En los caminos de las afueras, ribetes de amapola.

*

El aire se serena
y viste de hermosura
y luz no usada. Estoy arriba, donde la leyenda señala la aparición. Abajo, la ermita con su cerco de árboles, la casa del santero, la casa de hermandad, el altar para las misas de campaña, los urinarios, casetas de obra, el edificio –adefesio- para la observación de la naturaleza, mesas y bancos rústicos de merendero, una barca bajo los eucaliptos varada allí por un caprichoso devoto... Mejor no seguir por ahí, dejemos la fiebre institucional por el cemento y el ladrillo –es la fe de mis alcaldes- y la construcción arbitraria e interesada en los espacios naturales públicos.A los pies del risco, el Guadamora baja a pagar con fatiga, con hilos de agua, su tributo al Guadalmez. En los remansos, el agua refleja las adelfas y las hiniestas de la ribera, donde trasiegan urracas y rabilargos.
Aquellos, los montes de La Mancha.

*

Rumor de olas el viento en las retamas.

*

La pureza en todo, en lo azul, en la luz, en el brillo de las jaras y en la fragancia del tomillo, en la estela blanca de los aviones.

*

Guarda memoria la tierra
de lo blanco
y florece en los almendros.

lunes, 8 de febrero de 2010

Ortografía y religión


Repasando anoche la Ortografía de la RAE para unos ejercicios escolares sobre las mayúsculas, recordé usos, discrepé de alguno, anoté ejemplos y hasta caí en la cuenta del catolicismo y la devoción mariana de sus señorías académicas.

Lo primero que hace la Academia –concedámosle mayúscula a la docta institución- es definir el concepto: mayúscula es la letra de mayor tamaño y, por lo general, distinto trazo que la minúscula. Después, las tres grandes reglas: a comienzo de escrito, después de punto y en los nombres propios. La claridad y sencilla prescripción de las dos primeras normas, contrasta con la prolijidad de la tercera, que tiene más tiquis de lo esperado.

De las mayúsculas –como de cualquier cosa- no debe abusarse. Seamos virtuosos con ellas y procedamos con sentido común: cuando hagan falta, no por capricho, por exceso de respeto o por ignorancia, concediéndole su importancia y destacado trazo cuando la ocasión y el concepto lo exijan.

De todos los usos mayúsculos, anoche reparé en los parágrafos en que la RAE muestra su sesgo religioso, sus católicas devociones. Así, entre los nombres que merecen mayúscula inicial se citan los de festividades religiosas, como Pentecostés, Epifanía, Navidad o Corpus. También reciben este tratamiento los atributos divinos y los apelativos de Dios, Jesucristo y la Virgen María. Por último, en el apartado g del epígrafe dedicado a diversas circunstancias para la mayusculización de palabras, la devota academia establece que también se escribirán con inicial destacada las advocaciones y celebraciones de la Virgen: Guadalupe, el Rocío, el Pilar.

Parece claro –por sus ejemplos los conoceréis- que ninguno de los 40 hombres y 2 mujeres de la institución considera ortográficamente la existencia de otros cultos y personas divinas.

Quede, por tanto, consignada aquí mi disconformidad con el exclusivismo religioso de la RAE y mi intención de hacer llegar al casón de la calle Felipe IV de Madrid, mi propuesta para que se revisen y amplíen esos usos ortográficos, adaptándolos a la realidad religiosa de estos tiempos.

jueves, 4 de febrero de 2010

Variación sobre Pessoa


Dios no consuela
de la muerte.
Tampoco lo hace
de la vida.

Cada rosa
tiene su tiempo.

viernes, 15 de enero de 2010

Amnesia


Córdoba. Mañana del 18 de julio de 1.936. Corrillos por las Tendillas, en el Labradores y en el Mercantil. El alcalde ha mandado instalar una radio en el Ayuntamiento. Los comunistas celebran asamblea. Preocupación en los concejales del Frente Popular, más cuando a mediodía la radio informa del levantamiento en Marruecos. A las dos de la tarde, Queipo de Llano telefonea al coronel Ciriaco Cascajo:
—Se prohíben los grupos por las calles; que todo el mundo entregue las armas en un plazo de cuatro días. Incáutese usted de telégrafos, teléfonos, radio, etc. En fin, lo de siempre.
—A la orden de vuecencia, mi general.
Una hora más tarde, el coronel llama al gobernador civil, le informa de la declaración del estado de guerra y de su intención de hacerse cargo del gobierno de la provincia desde ese mismo instante. El gobernador titubea. La noticia corre como la pólvora que ya había en el ambiente. Acuden al edificio de Gran Capitán el alcalde y los frentepopulares, diputados nacionales y provinciales, el fiscal de la ciudad y otras personalidades: se oponen a la sublevación militar y piden armas para defender la República. Asoma una pistola encañonando al gobernador, que se niega a elegir bando y a entregar armas. Los concejales del Frente Popular corren hacia los barrios y dan la voz de alarma, en las Casas del Pueblo se llama a la huelga general y a la lucha obrera contra el fascismo.
A las cinco de la tarde, en el patio de armas del cuartel de Artillería de Medina Azahara se ha leído el bando de declaración del estado de guerra en Marruecos firmado por don Francisco Franco Bahamonde, General de División, Jefe Superior de las Fuerzas Militares de Marruecos y Alto Comisario: “Una vez más el Ejército, unido a las demás fuerzas de la Nación, se ha visto obligado a recoger el anhelo de la gran mayoría de los españoles que veían con amargura infinita desaparecer lo que a todos puede unirnos en un ideal común: España...” Más de ciento cincuenta civiles, terratenientes y burgueses, falangistas, requetés y jóvenes derechistas se apresuran hacia el cuartel, dispuestos a armarse y organizar patrullas callejeras. La siesta estaba caliente de más.
Leída la declaración, el coronel Cascajo da la orden y la tropa sale a la calle en dirección a la plaza de toros, a tiro de la sede del Gobierno Civil, con el apoyo de tres cañones. Poco después de las siete, fuego cruzado entre sitiadores y sitiados, que tardan poco en sacar bandera blanca. Pero no hay rendición. Una hora después se oye el primer cañonazo.
En la finca “San Pedro y San Benito”, junto a las Ermitas, un joven poeta pasa el día con su amigo Varo, el hijo del dueño. Después de la siesta, se han bañado en la alberca. El poeta ha buscado la sombra de la higuera y se echa al suelo con un libro en la mano, las cartas de madame de Sévigné, que acaba de comprar en la librería Luque. Nacido en Puente Genil veinte años atrás, nuestro joven vivía en la capital desde 1.925. Era buen estudiante, su nombre había aparecido ya en el periódico por ser uno de los alumnos libres de la Academia Espinar que pasó con provecho las pruebas para el título de bachillerato elemental; luego acabó el superior en el instituto, en cuya revista vio publicados un artículo y una poesía. Después empezó a dar clases particulares y se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla para estudiar Historia y Geografía. Tiene amigos del instituto y de la biblioteca. Como siempre lleva un libro bajo el brazo, lo llaman con humor “El sobaco ilustrado”. Nuestro poeta mantiene además una buena relación discipular con algunos de sus profesores del instituto, que le aconsejan y le prestan libros, le recomiendan piezas musicales, rincones de la ciudad, excursiones por la sierra y la campiña, o le comentan y corrigen las composiciones que les presenta.
Cuando retumbaron los primeros, el poeta y su amigo suben hasta la azotea de la casa para ver qué parte de la ciudad, qué edificio batían los cañones. A la mañana siguiente, baja hasta su casa en Emilio Castelar 74. El bando franquista ha tomado el poder e instaurado su régimen del terror. Más de 150 fusilados en menos de un mes.
Poco nos dice en su diario de esos días: semana solitaria, un baño en el Guadalquivir, unos cuantos versos escritos, bombardeos cercanos, por la calle Badanas. El 12 de agosto, nuestro universitario se dirige al cuartel de Lepanto y se alista en el batallón de voluntarios, donde permanece tres meses. Luego, dos años en el frente de Peñarroya-Pueblonuevo. De todo ese tiempo en guerra, el escritor en cierne deja unas lacónicas, telegráficas, anotaciones en el diario. En una de ellas dice estar releyendo un libro que ya conocemos, aquel de la Sévigné. Entre convoyes de amunicionamiento, la marcha sobre Espejo, la defensa del convento del Calasancio, la vigilancia del depósito de aguas de Cercadilla y alguna que otra refriega y detención, el estudiante hace nuevos amigos –Cordobita, Thomas, El Negro-, se baña en el río, lee, escribe, y sueña con erigirse en «fuerza tutelar» protectora del grupo de compañeros. Cosas de poeta.
Las cartas de madame de Sévigné se las había conseguido –una edición preciosa en francés- el librero Luque, un hombre de talante liberal al que había visto más de una vez en la tertulia de La Perla, unas veces hablando en esperanto con un par de eruditos, otras de naturismo con algún médico, o de literatura con los poetas Juan Rejano y José María Alvariño. Rogelio Luque, además de librero e impresor, era experto bibliófilo y editor de la revista Popular y de una moderna guía de la ciudad. De los estantes de su librería salían aires frescos y renovadores para la conservadora ciudad provinciana. ¿Qué lector o estudioso cordobés no ha pasado ratos entre sus estanterías, sacado este o aquel libro, hojeándolos, ojeándolos, leyendo algunas páginas, y se ha encontrado de pronto, casi codo con codo, con un escritor de la ciudad, con un abogado, con un médico, con un profesor, de reconocidos prestigios; o con otro lector, e intercambiado breves opiniones y recomendaciones?
Rogelio Luque debió de ser hombre de la ILE, o muy cercano a ella, quizá un krausista convencido de la necesidad de regeneración moral del país, un librepensador culto y sensible que creía en el arte, en los libros y en la vida natural. Y quizá eso le valió la denuncia de un mal vecino, o de un clérigo ruin. La tarde del 10 de agosto de 1.936, el librero va a dar el pésame a la viuda de don Modoaldo Garrido, maestro nacional y socialista militante, fusilado con saña esa misma mañana en la Cuesta de los Visos. Al día siguiente, con el visto bueno del brutal don Bruno, terrible mano ejecutora del bando insurrecto, el librero es detenido, fusilado tres días después por el cargo de vender literatura marxista, y quemados unos cuantos de miles de sus libros.
Acabada la guerra, la viuda de Luque reabrió las puertas del negocio, lo regentó más tarde el hijo mayor, Rogelio, y ahora lo hacen el menor y un nieto, que son los que aparecen en la fotografía del periódico, con un fondo de estantes repletos en la nueva sede de la librería.
La imagen del hijo y del nieto de don Rogelio ilustra un reportaje que acabo de leer en El País, «Historia del librero Luque», y me ha traído en espontánea asociación otras imágenes tomadas en la sede de Gondomar, unas fotografías de nuestro joven poeta, Ricardo Molina, con otros colegas, amigos, compañeros y conocidos del grupo Cántico, en la presentación del libro de alguno de ellos. Son fotos–finales de los cincuenta, primeros sesenta- que vi en los periódicos cuando preparaba un trabajo sobre el escritor de Puente Genil.
Me pregunté enseguida por qué la historia del librero Luque había abierto el “archivo RM” de mi memoria RAM. Pronto lo supe: cuando traté de imaginar qué se le pasaría por la cabeza, y por el corazón, a Ricardo Molina la primera vez que, franqueado el umbral –mármol negro con letras doradas-, entró en la librería y se encontró, enlutada ya de por vida, a Pilar Sarasola, viuda de Luque. ¿Recordaría aquella tarde de julio del 36, cuando don Rogelio salió de la trastienda con la edición francesa de las cartas de madame de Sévigné? ¿Cómo se lleva de por vida saber que luchaste en el bando de los que fusilaron a tu hombre, a tu librero; pegar tiros a los paisanos mientras soñabas con Walt Whitman; saber que la vida se paga por tener un libro en tu casa? ¿Cómo olvidar? ¿Cómo no recordar al ver a doña Pilar y a los huérfanos? ¿Cómo se convive aceptando dádivas del alcalde Cruz Conde y viendo casi a diario, en la entrada de la librería, el busto de Rogelio Luque, obra de El Fenómeno, su amigo escultor Enrique Moreno, fusilado también en las mismas fechas? ¿Siguió siempre RM convencido de que había que acabar con los libreros naturistas y librepensadores? ¿Hablaría del asunto con Juan Bernier, que luchó en el bando republicano? ¿Se acordaría, alguna noche, después de unos medios en la taberna, volviendo a su casa de la calle Coronel Cascajo..., sí, de aquel mismo, del que firmó la condena a muerte del librero y mandó quemar sus libros?
Esa es la historia que se me vino esta mañana, el cuento que soñé después de leer el periódico. No sé si lo escribiré algún día.
Ahí está el corte para quien tenga ánimos.

martes, 5 de enero de 2010

Un trago de vodka


Mi primera lectura rusa fue una antología de cuentos, no sé si del mismo o de varios autores. La segunda, aquí ando más seguro, fue La muerte de Iván Ilich. Después, Dostoievski, más Tólstoi, Chéjov, páginas de Turgueniev, la novela de Lérmontov. También leí a Maiakovski, que no era lo que uno andaba buscando en poesía, y a Boris Pasternak, y visité los gulags de Solzhenitsyn; incluso rodaron un tiempo por mis estantes dos o tres volúmenes con los escritos de Bakunin, pero a las pocas páginas hube de admitir que la teoría política del anarquismo no era lo mío. Entre los poetas, dos mujeres: Martina Tsvetáieva y Anna Ajmátova.

Ha venido este chupito de autobiografía lectora a propósito de una palabra que he reencontrado en los cuentos de Chéjov y que me ha hecho pensar desde cuándo la conozco. Es una de esas palabras -rublo, cópec, versta, isba, mújic- que sólo se leen en las historias rusas. Supongo que la aprendí en la antología referida en las primeras líneas... con quince o dieciséis años... quizá en unas vacaciones de verano... cuando abres por primera vez el libro de un escritor ruso y penetras en ese mundo de funcionarios, nobles y militares que hacen vida social y hablan francés en los salones de San Petersburgo, y conoces también a los campesinos que arrastran sus chanclos por el barro de las aldeas.

Un mundo difícil de olvidar, como esa palabra que designa el utensilio cotidiano, la tetera con infernillo, el ruso samovar.