viernes, 14 de mayo de 2010

Franz Kafka: El viejo manuscrito


El sistema defensivo de nuestro país es verdaderamente defectuoso. Cómo negarlo. Hasta ahora, atareados como estábamos en nuestro día a día, no nos había preocupado, pero los últimos acontecimientos han hecho saltar las alarmas.

Soy zapatero remendón; mi tabuco da a la plaza del palacio imperial. Nada más subir la persiana de mi cuchitril ya se ven los soldados, apostados con sus armas en todas las bocacalles que dan a la plaza. No son de los nuestros; son nómadas del norte. No sé cómo han podido llegar hasta aquí, hasta la capital, tan alejada como está de la frontera. Pero ahí están. Cada día más.

Los nómadas están acostumbrados a la acampada libre, detestan las casas y pasan el día afilando sus espadas, calibrando flechas, adiestrando a los caballos. Han convertido esta plaza tranquila y limpia en una auténtica pocilga. Más de una vez hemos dejado nuestros negocios para limpiarla un poco, por lo menos lo más gordo, pero ya apenas lo hacemos: es trabajo perdido; además, corremos serio peligro de morir pateados por esos caballos salvajes o de que los soldados nos abran las carnes a latigazos.

No puede uno hablar con los nómadas del norte. No saben nuestro idioma y casi ni tienen el suyo. Hablan entre ellos como si fueran grajos: un graznido es lo único que se oye. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como faltas de interés. Ni siquiera tratan de interpretar las señas que les hacemos. Puede uno dislocarse la mandíbula y las muñecas, que nada entienden ni entenderán nunca. A menudo hacen muecas, ponen los ojos en blanco y echan espuma por la boca, pero eso no significa nada, ni nos produce miedo. Es una costumbre suya. Si necesitan algo, lo roban. No puede decirse que utilicen la violencia. Simplemente lo cogen, y uno se hace a un lado y los deja irse.

De mi negocio se han llevado valiosos productos. Pero no voy a quejarme, viendo, por ejemplo, lo que le pasa al carnicero: nada más llegar la carne a la tienda, los nómadas la cogen y empiezan a comérsela. Sus caballos también comen carne. Y no es raro ver a un nómada compartiendo un trozo de carne cruda con su caballo. El carnicero tiene miedo y no se atreve a suspender los pedidos. Comprendemos su situación y hacemos colectas para que siga pagando. Si los nómadas se encontraran un día sin carne, nadie sabe cómo reaccionarían. Además, nadie sabe lo que pueden llegar a hacer teniendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse el trabajo de sacrificar y despiezar, y trajo un buey vivo. No volverá a hacerlo. Yo me pasé una hora acurrucado en el fondo de mi cuchitril, debajo de todas las ropas, mantas y almohadas que tenía a mano, para no oír los mugidos del buey cuando los nómadas se abalanzaron sobre él y empezaron a comérselo vivo. Sólo me atreví a salir de mi escondrijo un buen rato después de que cesaran los mugidos: como borrachos ahítos junto a un barril de vino, estaban desparramados los nómadas en el suelo junto a los restos del animal.

Precisamente ese mismo día me pareció ver al emperador tras una ventana de palacio; casi nunca llega a las habitaciones exteriores, anda siempre en los patios más escondidos; pero ese día lo vi, o creí verlo, tras una ventana, contemplando cabizbajo el espectáculo ante el palacio.

—¿Cómo acabará esto?— nos preguntamos todos. ¿Hasta cuándo aguantaremos esta carga y este tormento?

El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo deshacerse de ellos. Las puertas están cerradas. Los guardias, gallardos y joviales antes en sus marchas y en sus relevos, se protegen ahora tras las rejas de las ventanas. La salvación de la patria depende solo de nosotros, de los artesanos y de los comerciantes, pero no estamos preparados para esta tarea; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de hacerlo. Hay un malentendido. Y ese malentendido nos llevará a la ruina.

Primera edición en Marsyas, Berlín, 1.917

miércoles, 12 de mayo de 2010

Madama Fouquet


Hace unos meses, un amigo ingeniero agrónomo aficionado a la botánica me envió desde Granada ocho páginas fotocopiadas de un manuscrito encontrado en el archivo municipal de Loja, copia de un libro que se encuentra en el Archivo General de Indias de Sevilla. El manuscrito, por las ocho páginas de que dispongo, fue obra de un anónimo boticario o médico, lojano de origen o por circunstancias de la profesión, pues se compone de recetas para muy diversos males: vértigos, viruelas, quemaduras, sarna, roña y empeines vivos, tiñas, lepra, tericia, asma, tisis, dolor de oídos, de muelas, lombrices, mal de piedra, tercianas, cuartanas... Cuando uno lee los remedios del anónimo de Loja, no tiene más remedio que acordarse de la vieja Celestina, y piensa si Fernando de Rojas no se quedó corto al describirnos el laboratorio de la curandera medieval y las propiedades de los elementos que acumulaba en su casa de más allá de las tenerías de la ciudad.

En la segunda línea del primer folio encontré un nombre –“madama Fouquet”_ y la referencia al tomo 2 de un libro suyo. En el tercer folio y en nota al pie, volví a encontrarme idéntica referencia: el boticario seguía al pie de la letra los remedios de la tal madama. Y claro, encendí el ordenador, tecleé y navegué. Y encontré.


Dejo para próximas entregas el affaire Fouquet, y transcribo a continuación –sigo al boticario granadino al pie de su letra y con las mínimas actualizaciones ortográficas y de puntuación- uno de sus populares y caritativos remedios para pobres aquejados de dolor de costado:

Toma de la sangre del cabrón, o macho montés -que todo es una-, el peso que tiene un real de plata, y si estuviere seca –que lo mismo es para el efecto; y lo molerás muy bien en polvos pasados por cedazo; y en una porción de agua de amapolas los darás en ayunas al paciente; y por la tarde, otra vez después de hecha la cocción de la comida; y a pocas veces sanará el enfermo: porque con esto se adelgaza la sangre notablemente, y se arroja por sudor y boca toda la malignidad.

Es remedio indefectible tomado antes de la tercera accesión.

Este medicamento lo hallarás en las boticas.

También es bueno para caídas, tomado cuatro o seis horas después de ellas.

martes, 4 de mayo de 2010

Desde muchos años atrás


Desde
muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.

Juan Carlos Onetti, Dejemos hablar al viento