martes, 6 de diciembre de 2016

A la caza


La tarde está desapacible, pero salgo a pasear por las afueras. Tras la calígine plomiza apenas se distingue el perfil de la Sierra del Mochuelo. El aire frío zumba en las orejas y las deja entumecidas. De vez en cuando, a ráfagas, unos débiles balidos, unos ladridos. En los cables del tendido eléctrico posan unas cuantas docenas de tordos, ensimismados, acurrucados uno junto a otro como para resguardarse del frío, tan quietos que parecen pintados.

*
Sobre el cauce del arroyo aparecen y desaparecen raudas las sombras de unas golondrinas en silencioso vuelo. Bajo la iniesta se afana un herrerillo. Parece seguro detrás de su antifaz negro. Luego se adentra en una encina. Al instante, me ofrece su pecho amarillento y su canto.
Me he acordado de aquellos bucaritos de barro a los que se les echaba agua y soplábamos por el pitorro para que saliera el gorjeo. Y me he considerado un hombre privilegiado, único oyente de la humilde sonata que el herrerillo interpretó durante unos minutos.
He vuelto a casa reconfortado, con el zurrón del alma henchido.

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