jueves, 26 de enero de 2017

Las multitudes



            No a todo el mundo le es dado tomar un baño de multitudes: gozar de la multitud es un arte; y el único que puede, a expensas del género humano,  darse un atracón de vitalidad es aquel a quien un hada insufló ya en la cuna el gusto por el disfraz y por la máscara, el odio por el domicilio y la pasión por el viaje.
         Multitud, soledad: términos iguales y reversibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe llenar su soledad, no sabe estar solo entre una multitud atareada.
         El poeta goza de este incomparable privilegio de ser, a su manera, él mismo y los demás. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, el poeta entra cuando quiere en cualquier persona. Sólo para él está todo vacante; y si algunos lugares parecen cerrados, es que a sus ojos no les merece la pena visitarlos.
         El paseante solitario y pensativo alcanza una singular embriaguez con esta universal comunión. Quien casa fácilmente con la multitud conoce placeres febriles de los que serán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, escondido como un molusco. Adopta como suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le presentan.
         Eso que los hombres llaman amor es muy pequeño, restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma que se entrega toda entera, poesía y caridad, a lo imprevisto que surge, a lo desconocido que pasa.
         Es bueno enseñar de vez en cuando a los dichosos de este mundo, aunque solo sea para humillar un instante su estúpido orgullo, que hay dichas superiores a la suya, más amplias y refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los curas misioneros exilados al otro extremo del mundo, saben, sin duda, de esta misteriosa embriaguez; y en el seno de la vasta familia que su ingenio les ha proporcionado, seguro que se ríen de aquellos que los compadecen por su fortuna, tan inestable, y por su vida, tan casta.









































NOTAS
        1) El texto de Baudelaire está inspirado en el cuento de E. A. Poe, El hombre de la multitud, que transcurre en las calles de Londres. Las dos ilustraciones pertenecen a la serie "London: A Pilgrimage", de Gustave Doré, editada en 1872.
        2) Además de en La presse, el texto de Baudelaire apareció en la entrega nº 18 de la Revue Fantaisiste (1-noviembre-1861), dirigida por el escritor parnasiano Catulle Mendès.

miércoles, 18 de enero de 2017

118 años, 7 meses y 2 días más tarde



Una de las cosas que echo de menos al no vivir en Córdoba es visitar librerías de viejo. Si no recuerdo mal, hubo durante poco tiempo, quizá meses, una en la calle Gutiérrez de los Ríos, entre la Plaza Almagra y El Realejo. Fui allí dos o tres veces nada más. En realidad no era una librería sino un par de habitaciones sin estantería alguna, con las ventanas cerradas, iluminadas solamente por el haz de escasa luz que entraba por la puerta de la calle. El material, revistas y periódicos sobre todo de los años 60, se amontonaba y desparramaba por el suelo, siendo imposible no pisar el género ni salir con las manos y la ropa limpias de polvo y telarañas. El regente, gitano, de unos cuarenta años, grandote de cuerpo y con voz recia, me contó no sé qué problemas de alquiler con el dueño del edificio. Quería deshacerse de aquellos papelotes cuanto antes. La primera vez que entré en aquella calígine miré muy por encima, temeroso de que en cualquier momento saltara algún roedor, pues por todos los rincones aparecían sus características deyecciones y más de una de aquellas polvorientas revistas estaba contumazmente ratonada.


En mi última visita saqué de allí en una bolsa de plástico un Almanaque hispano-americano para 1916, con numerosas ilustraciones, tres o cuatro ejemplares del diario Córdoba de los años cuarenta, donde aparecían poemas y prosas líricas del «Grupo Cántico», y una veintena de ejemplares del semanario Blanco y Negro, el más antiguo de junio de 1895, del 26 de mayo de 1935 el más reciente.
Guardo los números de Blanco y Negro en un cajón, y de vez en cuando saco alguno para entretener el rato. El ejemplar de hoy reproduce en su portada un óleo sobre cartón del ilustrador madrileño Luis Palao. Se ve el cañón destrozado de un barco de guerra, que muestra también otros daños de proyectiles y metralla en su armazón de hierro. En segundo y tercer plano, un infante de marina que parece huir de la explosión y corre con el fusil a la espalda, dos  sombras en el puente junto un oficial que extiende el brazo derecho, no sabemos si ordenando a los hombres que si dirijan allí, o señalando el lugar donde el enemigo ha vuelto a hacer blanco, en último término el grumete, enviando mensajes con banderas.


El título de la composición, «Avería grave», verbaliza cabalmente la situación que se vive en el buque, pero si miramos la fecha, 16 de julio de 1898, ese par de palabras es también una metáfora, certera, que explica la coyuntura histórica del país. Ese mismo día, en Santiago de Cuba, el almirante Pascual Cervera firma la rendición de la flota española ante el almirante estadounidense William T. Sampson y los representantes de los mambises. En apenas 4 meses de 1898, del 21 de abril al 13 de agosto, España ha perdido la guerra contra Estados Unidos y se ve obligada a firmar el Tratado de París, por el que cede la independencia a Cuba, que será ocupada inmediatamente por Estados Unidos, a quien vende por 20 millones de dólares las islas de Puerto Rico, Guam y el archipiélago de Filipinas.


Salvo los anuncios —Jabón Medicinal de Brea (para lavarse la cara, el cabello, para afeitarse y curar enfermedades cutáneas). Codorniu Champagne: Y rompe y desbarata cuanto al encuentro su ímpetu arrebata, Chinchilla, 5. Doctor Garrido: consulta médica y farmacia para los despiertos. Luna, 6—, un par de chistes y una fúnebre composición lírica de Sinesio Delgado, fundador de lo que hoy es la SGAE, todos los textos e ilustraciones de ese número tratan sobre el famoso Desastre del 98: oraciones en la festividad de la Virgen del Carmen por los marineros muertos en Cavite y Las Antillas, elogio de los héroes anónimos que dan su vida por la nación, noticias de la guerra en Filipinas (el heroísmo del teniente Valentín Valera, la rebelión de los tagalos), fotografías del desembarco yanqui en Cuba, el temor a que la flota estadounidense amenace la costa española o los territorios en África, la presencia de la guerra en España a lo largo de todo el siglo XIX.
Aparece también un texto de doña Emilia Pardo Bazán, «El torreón de la esperanza», que parte del cuento de Barba Azul y establece un símil entre la pobre Isaura, finalmente salvada por sus hermanos, y los sufridos españoles,  que estaban “descontentos de cuanto existe, y andaban conformes en atribuir los males y decaimiento de España a los individuos que figuran a la cabeza de la nación […] Urgía refrescar, variar el personal; era llegado el instante de cambiar de baraja, estrenando una nueva, tersa, reluciente, no sobada ni fatigada del uso”. Animados por el deseo de cambio, los españoles trepan al torreón de la esperanza y aguardan  expectantes que aparezcan en la lejanía los triunfadores del porvenir: “Y otro clamor especial, de ironía y desencanto, siguió al primero. Los de la hueste esperada, los de la hueste desconocida … no eran sino aquellos mismos, aquellos que desde hacía años lidiaban, resistiendo los embates de la censura y las exigencias del descontento y del cansancio … Los mismos caudillos, los mismos estadistas, los mismos artistas y literatos célebres”.

Sin comentarios.


viernes, 13 de enero de 2017

La mujer salvaje y la señoritinga


Verdaderamente, querida mía, me fatigas sin medida y sin piedad; se diría, al oírte suspirar, que sufres más que una espigadora sexagenaria o que las viejas mendigas que recogen trozos de pan a la entrada de las tabernas.
Si al menos tus suspiros expresaran remordimiento, te honrarían; pero solo traducen la saciedad del bienestar y el agobio del reposo. Y además, no dejas de decir cosas inútiles: “¡Ámame, te necesito tanto! ¡Consuélame por acá, acaríciame por allá!”. Mira, voy a intentar curarte, quizá encontremos entre los dos la manera de hacerlo, en medio de una fiesta, y sin que nos cueste mucho.
Observa, te lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras la que se agita, gritando como un condenado al infierno, sacudiendo los barrotes como un orangután enfurecido por el encierro, imitando a la perfección los saltos circulares del tigre, los bamboleos estúpidos del oso blanco, ese monstruo peludo cuya forma se parece muy vagamente a la tuya[1].
Ese monstruo es uno de esos animales a los que generalmente se les dice “¡mi ángel!”, es decir, una mujer. El otro monstruo, que habla a grito pelado, con un bastón en la mano, es un marido. Ha encadenado a su esposa como a una bestia, y la exhibe por los arrabales en los días de fiesta, con permiso de las autoridades, por supuesto.
¡Presta atención! ¡Mira con qué voracidad (sin disimular, quizá), despedaza conejos vivos y aves chillonas que le arroja su domador! ¡Basta!, le dice, no hace falta comérselo todo en un día, y con esta santa palabra le arranca cruelmente la presa, cuyas tripas vacías quedan un instante enganchadas en los dientes de la bestia feroz, digo, de la mujer.
¡Toma!, un buen bastonazo para calmarla, pues ella mira la carne con sus terribles ojos de codicia. ¡Oh, Dios!, el bastón no es de atrezo ¿no lo oís hundirse en la carne a pesar del pelo postizo? También los ojos le salen ahora de la cabeza, grita con mucha naturalidad. En su rabia, toda ella resplandece, como hierro al rojo vivo.
Tales son las costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y Adán, de estas dos obras de tus manos, oh Dios. Esta mujer es indudablemente desgraciada, aunque a pesar de todo, quizá, no le sean del todo desconocidas las alegrías titilantes de la gloria. Hay desgracias más irremediables, y sin compensación alguna. Pero en el mundo al que ha sido arrojada, nunca ha podido creer que una la mujer merezca otro destino.
Ahora, entre nosotros, preciosa, al ver los infiernos de que está poblado el mundo, ¿qué quieres que piense de tu bonito infierno, tú, que solo reposas en telas tan suaves como tu piel, y que sólo comes carne cocinada que un hábil criado trocea para ti?
¿Y qué pueden significar para mí todos esos suspiritos que hinchan tu pecho perfumado, robusta presumida? ¿Y todas estas afectaciones aprendidas en los libros, y esta infatigable melancolía, hecha para inspirar al espectador cualquier sentimiento menos piedad? En verdad, a veces me dan ganas de enseñarte qué es la verdadera desgracia.
Al verte así, mi bella delicada, los pies en el fango y los ojos vueltos vaporosamente al cielo, como para pedirle un rey, se diría que ciertamente eres una ranita que invoca al ideal. Si temes al tronco[2] (eso que yo soy ahora, como bien sabes), detén la cigüeña ¡que te triturará, te tragará y te matará a placer!
Por muy poeta que yo sea, no soy tan cándido como podrías pensar, y si me cansas a menudo con tus preciosos lloriqueos, te trataré como a una mujer salvaje, o te arrojaré por la ventana como una botella vacía[3].



[1] La mujer salvaje es un personaje que se podía ver con frecuencia en los espectáculos de feria. En un artículo de Amédée Pommier, titulado «Charlatanes, juglares y fenómenos vivientes», aparecido en París, ou le Livre des dents et un,  podemos leer: “¡Hay que verlo, señoras y señores! ¡Un fenómeno único, admirable, indudable, incomparable! Una mujer salvaje que come carne cruda, como usted y yo la comemos cocinada!”. Bajo la firma de C. de Chatouvillle, pseudónimo de Nerval, en diciembre de 1948 leemos en Le Musée des familles la actuación de unos cómicos ambulantes en un pueblo del Orne: “Había allí una mujer salvaje que comía aves crudas, la carne y las plumas, que nos divirtió singularmente”.
 [2] Alusión a una de las fábulas de La Fontaine, Fables, Livre III, Fable n° 4:  «Les grenouilles qui demandent un roi».
[3] Este poema iba a ser escrito primero en verso, pero Baudelaire renunció a la forma versificada por el tono sarcástico de la composición.