Verdaderamente,
querida mía, me fatigas sin medida y sin piedad; se diría, al oírte suspirar,
que sufres más que una espigadora sexagenaria o que las viejas mendigas que
recogen trozos de pan a la entrada de las tabernas.
Si al menos
tus suspiros expresaran remordimiento, te honrarían; pero solo traducen la
saciedad del bienestar y el agobio del reposo. Y además, no dejas de decir
cosas inútiles: “¡Ámame, te necesito tanto! ¡Consuélame por acá, acaríciame por
allá!”. Mira, voy a intentar curarte, quizá encontremos entre los dos la manera
de hacerlo, en medio de una fiesta, y sin que nos cueste mucho.
Observa, te lo
ruego, esta sólida jaula de hierro tras la que se agita, gritando como un condenado
al infierno, sacudiendo los barrotes como un orangután enfurecido por el encierro,
imitando a la perfección los saltos circulares del tigre, los bamboleos
estúpidos del oso blanco, ese monstruo peludo cuya forma se parece muy
vagamente a la tuya[1].
Ese monstruo
es uno de esos animales a los que generalmente se les dice “¡mi ángel!”, es
decir, una mujer. El otro monstruo, que habla a grito pelado, con un bastón en
la mano, es un marido. Ha encadenado a su esposa como a una bestia, y la exhibe
por los arrabales en los días de fiesta, con permiso de las autoridades, por
supuesto.
¡Presta
atención! ¡Mira con qué voracidad (sin disimular, quizá), despedaza conejos
vivos y aves chillonas que le arroja su domador! ¡Basta!, le dice, no hace
falta comérselo todo en un día, y con esta santa palabra le arranca cruelmente
la presa, cuyas tripas vacías quedan un instante enganchadas en los dientes de
la bestia feroz, digo, de la mujer.
¡Toma!, un
buen bastonazo para calmarla, pues ella mira la carne con sus terribles ojos de
codicia. ¡Oh, Dios!, el bastón no es de atrezo ¿no lo oís hundirse en la carne
a pesar del pelo postizo? También los ojos le salen ahora de la cabeza, grita con
mucha naturalidad. En su rabia, toda
ella resplandece, como hierro al rojo vivo.
Tales son las
costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y Adán, de estas dos obras
de tus manos, oh Dios. Esta mujer es indudablemente desgraciada, aunque a pesar
de todo, quizá, no le sean del todo desconocidas las alegrías titilantes de la
gloria. Hay desgracias más irremediables, y sin compensación alguna. Pero en el
mundo al que ha sido arrojada, nunca ha podido creer que una la mujer merezca
otro destino.
Ahora, entre
nosotros, preciosa, al ver los infiernos de que está poblado el mundo, ¿qué
quieres que piense de tu bonito infierno, tú, que solo reposas en telas tan
suaves como tu piel, y que sólo comes carne cocinada que un hábil criado trocea
para ti?
¿Y qué pueden
significar para mí todos esos suspiritos que hinchan tu pecho perfumado,
robusta presumida? ¿Y todas estas afectaciones aprendidas en los libros, y esta
infatigable melancolía, hecha para inspirar al espectador cualquier sentimiento
menos piedad? En verdad, a veces me dan ganas de enseñarte qué es la verdadera
desgracia.
Al verte así,
mi bella delicada, los pies en el fango y los ojos vueltos vaporosamente al
cielo, como para pedirle un rey, se diría que ciertamente eres una ranita que
invoca al ideal. Si temes al tronco[2] (eso que
yo soy ahora, como bien sabes), detén la cigüeña ¡que te triturará, te tragará y te matará a placer!
Por muy poeta
que yo sea, no soy tan cándido como podrías pensar, y si me cansas a menudo con tus
preciosos lloriqueos, te trataré como
a una mujer salvaje, o te arrojaré
por la ventana como una botella vacía[3].
[1] La mujer salvaje es un personaje que
se podía ver con frecuencia en los espectáculos de feria. En un artículo de Amédée
Pommier, titulado «Charlatanes, juglares y fenómenos vivientes», aparecido en París, ou le Livre des dents et un, podemos leer: “¡Hay que verlo, señoras y señores!
¡Un fenómeno único, admirable, indudable, incomparable! Una mujer salvaje que
come carne cruda, como usted y yo la comemos cocinada!”. Bajo la firma de C. de
Chatouvillle, pseudónimo de Nerval, en diciembre de 1948 leemos en Le Musée des familles la actuación de
unos cómicos ambulantes en un pueblo del Orne: “Había allí una mujer salvaje
que comía aves crudas, la carne y las plumas, que nos divirtió singularmente”.
[3] Este poema iba a ser escrito primero
en verso, pero Baudelaire renunció a la forma versificada por el tono
sarcástico de la composición.
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