viernes, 1 de diciembre de 2017

Los dones de las hadas (XX)




    Érase una vez la gran asamblea de las Hadas para proceder al reparto de los dones entre los recién nacidos llegados a la vida en las últimas 24 horas.
         Todas aquellas antiguas y caprichosas Hermanas del Destino, todas aquellas extrañas Madres de la alegría y del dolor eran muy diferentes entre sí: unas tenían el aire sombrío y malhumorado; otras, aspecto alocado y malintencionado; estas, jóvenes que habían sido siempre jóvenes; aquellas, viejas que habían sido siempre viejas.
         Todos los padres que creen en las Hadas habían acudido, cada uno con su recién nacido en brazos.
         Los Dones, las Facultades, las buenas Suertes, las Circunstancias invencibles se acumulaban junto al tribunal como los premios en el estrado para su reparto. La única particularidad es que los Dones no eran la recompensa por un esfuerzo, sino al contrario, una gracia a quien no había vivido aún, una gracia que podía determinar su destino y convertirse tanto  en la fuente de su desgracia como en la de su dicha.
         Las pobres hadas estaban muy atareadas, pues la multitud de los solicitantes era grande y el mundo intermediario, situado entre el hombre y Dios, está sometido como nosotros a la terrible ley del Tiempo y de su infinita posteridad: los Días, las Horas, los Minutos, los Segundos.
         Ciertamente, las hadas estaban tan azoradas como un ministro en día de audiencia, o como los empleados del Monte de Piedad cuando una fiesta nacional autoriza los desempeños gratis. Creo incluso que ellas miraban de vez en cuando las agujas del reloj con tanta impaciencia como jueces humanos que tras toda la mañana de sesiones no pueden evitar soñar con la cena, con la familia, con sus queridas pantuflas. Si en la justicia sobrenatural hay algo de precipitación y de casualidad, no nos extrañe que ocurra lo mismo en la justicia humana. En ese caso, nosotros seríamos jueces injustos.
         También hubo aquel día algunas meteduras de pata que podrían considerarse raras si la prudencia, más que el capricho, fuese el carácter distintivo, eterno, de las Hadas.
         Así, el poder de atraer magnéticamente la fortuna fue adjudicado al heredero único de una familia muy rica, que, sin estar dotado de sentido alguno de la caridad ni de codicia alguna por los bienes más visibles de la vida, debía encontrarse más tarde prodigiosamente cargado de millones.
         Así, fueron concedidos el amor por la Belleza y el Poder de la poesía al hijo de un pobre patán, picapedrero de oficio, que no podía de ninguna manera ayudar a sus facultades, ni mitigar las necesidades de su deplorable progenitura.
         Se me olvidaba decir que el reparto, en estas ocasiones solemnes, es sin apelación, y ningún don puede ser rechazado.
         Se levantaban ya todas las Hadas, creyendo cumplida su tarea, pues no quedaba ningún regalo, ninguna dádiva que arrojar a aquella morralla humana, cuando un buen hombre, un pobre comerciantillo, creo, se levantó y, agarrando por su vaporoso vestido multicolor al Hada que tenía más cerca, gritó:
—¡Eh! ¡Señora! ¡Se olvida de nosotros! ¡Todavía queda mi pequeño! No quiero haber venido para nada.
         El hada podía verse en un aprieto, pues no quedaba nada más. Sin embargo, se acordó a tiempo de una ley bien conocida aunque raramente aplicada en el mundo sobrenatural habitado por esas deidades impalpables, amigas del hombre y a menudo comprometidas a adaptarse a sus pasiones, como las Hadas, los Gnomos, las Salamandras, las Sílfides, los Silfos, las Nixas, los Ondinos y las Ondinas, —os hablo de la ley que concede a las Hadas, en un caso parecido a este, es decir, si se han acabado los lotes, la facultad de conceder uno más, suplementario y excepcional, siempre que tenga imaginación para crearlo al instante.
         Así pues, la buena Hada respondió con aplomo digno de su rango
—Concedo a tu hijo … le concedo … ¡el Don de agradar!
—Pero ¿agradar cómo?, ¿agradar?, ¿agradar por qué? —preguntó obstinado el tenderillo, que era sin duda uno de esos razonadores tan comunes incapaz de elevarse hasta la lógica del Absurdo.
—¡Por que sí! ¡Porque sí! —replicó irritada el Hada, volviéndole la espalda; y alcanzando el cortejo de sus compañeras, les decía: ¿Qué os parece este francesito vanidoso que quiere comprenderlo todo y que, habiendo obtenido para su hijo el mejor de los lotes, se atreve todavía a preguntar y discutir lo indiscutible?


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