miércoles, 31 de enero de 2018

23







 Pálida sube
noche arriba la luna:
vela tus sueños.




Arden azules
los campos en silencio
de luna llena.


Luna de enero,
qué bella en lo alto,
qué sola siempre.


martes, 30 de enero de 2018

22




Baja la luz
         e inaugura el día,
     y los caminos.




Altas las nubes
vuelan sobre los campos. 
Atrás nos dejan.



jueves, 25 de enero de 2018

Libros errantes


No sé cómo llegó a mis estanterías esta obra que Pío Baroja publicó con 70 años. El estanque verde fue el primer número de la colección «La novela actual», de la editorial madrileña Escélicer, y apareció el jueves 3 de junio de 1943. El propósito de la colección era sacar cada jueves una novela corta inédita de un autor español vivo. Por lo que he podido averiguar, salieron a la venta al menos los diez primeros números con novelas de Gómez de la Serna, Rosa Chacel, Alfredo Marqueríe, Tomás Borrás, Jardiel Poncela, Francisco de Cossío, José Francés, Ana Mª de Foronda y Luis Antonio de Vega, polifacético bilbaíno —reputado crítico gastronómico y enólogo, prestigioso arabista, viajero, poeta, novelista y ensayista—, director de la colección.
            Los libros consistían en un cuadernillo en octavo con las hojas grapadas, normalmente de 48 páginas. El esquema de la portada, a tres tintas y con papel de mayor gramaje, era el mismo para todos los números: nombre de la colección, retrato del autor, nombre, título y módico precio, una peseta. El ejemplar que tengo delante tiene trazas de haber sido, si no leído, al menos marcado: pliegues en varias hojas y manchas en tres páginas. El papel, de color crema, es basto y áspero al tacto, y la tinta ha perdido intensidad. Una edición barata, concebida quizá para una campaña de popularización de la lectura y divulgación de obras que sacaran durante un rato a los españoles del marasmo en que debían de vivir aquellos días de inmediata posguerra, dolor y hambre. Supongo, leída la de Baroja, que se trataría de novelas alejadas de la inmediata realidad histórica, aunque no deja de aportar su dosis de desconcierto la inclusión en la nómina de Rosa Chacel, en el exilio entonces, entre intelectuales conservadores y falangistas de número como Alfredo Marqueríe o Tomás Borrás.           
            El estanque verde es una historia prescindible —supongo que solo tendría valor nutricio— que nada aporta a la narrativa de su autor y suena, además, a ya conocida: la historia de una casa, Jaureguia, a través de los personajes que la habitaron, o la historia de unos personajes a través de la casa en que vivieron. La novedad, que no lo es del todo, porque también resulta familiar en Baroja el recurso del médico-narrador, es el juego con los narradores, el de las cajas chinas, llamado también de las matrioskas o muñecas rusas, de antiquísima estirpe: un narrador que podemos identificar con Baroja pone en limpio y edita recuerdos de juventud del doctor Armendáriz, que da la palabra a doña Úrsula para reconstruir parte de la historia del ingeniero Norton, completada por el doctor Alberdi.


          Al margen de los literarios, el cuadernillo tiene para mí otros valores. Y no porque en el mercado de segunda mano en internet se cotice a 21 euros el ejemplar en buen uso, sino por su singularidad editorial—una primera edición de Baroja, aunque sea un cuadernillo grapado—, por su antigüedad —75 años cumplirá en junio de este año—, por ese olor a dulce casero que guarda en su interior, como si hubiera estado en la parte del aparador en que se guardaban las magdalenas recién hechas. También por las historias que podría contar de su dueño: ¿un secretario de ayuntamiento que albergaba el secreto empeño de contar historias curiosas de su pueblo?, ¿un recién diputado a cortes, que aprovechaba los viajes a Madrid desde su capital provinciana para echar una cana al aire, y siempre llevaba de vuelta algunas novedades literarias?, ¿la maestra de una escuela rural que había perdido a su novio durante la guerra y probaba a distraer sus horas de melancolía con la lectura?, ¿un universitario calavera con el prurito de ser escritor de éxito?, ¿un periodista y crítico literario vinculado a la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, que turiferaba o mostraba tibieza con las obras según su mayor o menor sintonía con los principios del Movimiento?, ¿un simple lector que vendió un lote de sus libros en El Rastro para costearse otros?, ¿una condesa arruinada cuyo sobrino drogadicto acabó malvendiendo la biblioteca a chamarileros ambulantes? Cualquiera sabe los tumbos que ha dado este librillo hasta aparecer en mis estantes.

lunes, 22 de enero de 2018

Vivir y pensar


     Los 14 y los 15 años los viví como un suplicio. A los vaivenes hormonales y psicológicos propios de la edad se unió, primero, que en cuarto de bachiller, nunca supimos en la familia por qué designios administrativos, acabé adscrito a la «sección delegada» del instituto Góngora, en Las Tendillas, siendo separado así de mis amigos y compañeros del Campo de la Verdad, que siguieron todos yendo al Séneca, lo que constituyó un golpe bajo para el adolescente desarraigado que yo era, pues hasta ese momento había vivido intermitente entre la ciudad y los pueblos a que mi padre era destinado, de manera que a las modificaciones internas y externas de mi ser se unía también la inseguridad por no conocer bien la ciudad, la soledad de los trayectos de ida y vuelta al centro, la incertidumbre ante los nuevos compañeros y los nuevos profesores, y segundo, que con tales mimbres de la susodicha inestabilidad domiciliaria, educativa y amical, suspendí la reválida en junio y en septiembre, y hube de hacer quinto de bachillerato por libre en la academia de mi tío Rafael, en la calle Maese Luis, donde coincidían los mejores elementos de cada familia, lo que supuso para mí la accesoria de una degradación, pues yo no era mal estudiante, sino víctima del constante cambio de amigos, compañeros e instituciones escolares desde los cuatro años, así que cuando mis padres, que vivían entonces en Pozoblanco con las dos más pequeñas, decidieron que mi hermana y yo nos quedáramos en el piso de la calle Altillo, ella para estudiar Magisterio y yo para acabar el bachillerato, aproveché la oportunidad, pasé feliz con los amigos aquellos dos años y aprobé los cursos sin problemas.


          Nuestro profesor de filosofía en el instituto Averroes en sexto y COU fue don Juan Estrada. Para nosotros, El Chincheta. Alguien, buen fisonomista e inspirado en los símiles, había acertado a expresar, caricaturizado, claro está, su aspecto exterior: una cabeza triangular en la que destacaba por amplitud, tersura y brillantez, una frente sobredimensionada que además hacía su incursión por ambos lados de la cabeza, dando más sensación aún de infinitud. Digamos que su cabeza estaba descompensada con el resto del cuerpo, menudo —embutido siempre en un impecable traje de chaqueta gris—, y con una progresiva tendencia a la pequeñez, rematada en unos pies de gnomo. Nunca alzó la voz en clase. Explicaba las lecciones, parco en gestos, dando apenas unos pasitos de un lado a otro, sin adentrarse nunca entre las hileras de pupitres. El tratarnos de usted marcaba distancias. Por primera vez en nuestra vida de bachilleres, un profesor, en lugar de actuar como déspota atrabiliario que infunde miedo, nos trataba, simples muchachos de barrio, con respeto. No pretendía ser uno más de nosotros, pero supo ganarse todo mi interés —no fui el único— por aquella nueva asignatura que nos hacía plantearnos racionalmente nuestro comportamiento y nuestros valores individuales y colectivos. Recuerdo un debate sobre el divorcio, entonces inexistente en España. Recuerdo el ejemplo con que nos ilustró el imperativo categórico kantiano —conducimos nuestro coche a las dos de la madrugada por la avenida del conde de Vallellano, es el único vehículo que circula a esas horas, tampoco hay peatones, y el semáforo se pone rojo, qué hacemos—, recuerdo las clases en que se demostraba de la existencia de Dios —la primera causa, las cinco vías de Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura—, recuerdo el mito de la caverna, el materialismo dialéctico —tesis, antítesis, síntesis—, el ser en sí y el ser para sí, el ser para la muerte de los existencialistas. Recuerdo las ideas innatas, las ideas claras y distintas, el cogito, ergo sum y el Discurso del método, la manzana perspectivista de Ortega y Gasset y las circunstancias de cada yo. Y esta tarde, cuando leía en el diccionario en la entrada dedicada a la primera letra de nuestro alfabeto, la segunda acepción (“Signo de la proposición universal afirmativa”) se me ha venido la retahíla —BARBARA, CELAREN, DARII, FERIO, CESARE, CAMESTRES, FESTINO, BAROCO, DARAPTI, DISAMIS, DATISI, FELAPTON— de los silogismos, las premisas y los distintos tipos de proposiciones que don Juan nos explicaba sin perder la compostura. 
          Empezábamos a vivir entonces. Con él empezamos a pensar.

viernes, 19 de enero de 2018

21




Se asoma el cielo
y la desnuda iniesta.
Como Narciso.




Arrastra hojas
el agua fugitiva.
Ninguna vuelve.




Baja a la tierra
la mañana de enero.
Siembra la luz.


Novelas sin mordaza


El País del día 17 de julio de 1985 dedicó una página al escritor alemán Heinrich Böll tras su muerte, y desde uno de los desvanes de la memoria viene el recuerdo de una mesa redonda entre los alumnos de 6º de bachillerato organizada por Teresa Morales, nuestra profesora de Literatura en el «Averroes», en la que me tocó presentar al autor de Opiniones de un payaso, que aún no había recibido el premio Nobel.
Acababa yo de cumplir los 16 y, salido apenas de los clásicos juveniles —Julio Verne, Fenimore Cooper, Stevenson, Defoe, los cuentistas rusos, el Werther— mis lecturas contemporáneas eran escasas: las primeras novelas de García Márquez, alguna de Vargas Llosa, relatos de Cortázar y de Borges, Hijo de hombre, de Augusto Roa Bastos, y poco más. Recuerdo haber leído también en aquella época La sombra del ciprés es alargada y La hoja roja, de Delibes, cuentos de Ignacio Aldecoa y de Ana María Matute, la Volvoreta de Wenceslao Fernández Flores, las Industrias y andanzas de Alfanhuí, y la historia de Billy el Niño, El bandido adolescente, de Ramón J. Sender, que fueron apareciendo en la colección «libro RTV» de Salvat, con la que mi generación se hizo lectora.
Creo que Heinrich Böll y Samuel Beckett, cuyo Godot estuvimos ensayando durante unos meses de ese mismo año, fueron, exceptuados los hispanos que he citado, los primeros autores europeos vivos que leí. Para preparar aquella presentación en el seminario de Literatura del instituto pude leer también varios fragmentos de la primera novela de Böll, El tren llegó puntual, y entre prólogos de otras obras suyas, historias de la literatura y algunos artículos de revistas que localicé en la biblioteca provincial salí, si no airoso, al menos satisfecho con el orden y claridad pedagógica de mi breve exposición.
RFA, RDA, USA, URSS, OTAN, Pacto de Varsovia, Berlín Este, Berlín Oeste, los Sputnik y los Explorer, los Apolo y los Soyuz, espías y contraespías, países aliados y países satélite, comunistas y capitalistas, democracias y totalitarismos. Habíamos sido educados en esas dicotomías, en esas dualidades zoroástricas. Las dos Alemanias eran el ejemplo perfecto de realidades irreconciliables, de modelos políticos antípodas. Y la ciudad de Berlín, tajada en dos por el muro de la vergüenza, el símbolo viviente de tal imposibilidad.


La obra de Heinrich Böll cuestionaba la imagen de la RFA como tierra del bienestar económico, no porque planteara que tal paraíso material no existiera, sino porque exponía con crudeza sobre qué cimientos se había reedificado esa nueva Alemania del progreso industrial y tecnológico, con qué mimbres se había obrado el famoso “milagro alemán”.
El protagonista de Opiniones de un payaso es Hans Schnier, de 27 años, hijo de padres burgueses protestantes, educado en un colegio católico pero ateo, payaso de profesión. Abandonado por Marie, de padres judíos, la mujer con la que llevaba varios años conviviendo, Hans se refugia en el alcohol y termina lesionado durante una actuación. Sin un céntimo y sin expectativas de trabajo, vuelve a su apartamento en Bonn, donde nos va relatando su vida a través de recuerdos y conversaciones telefónicas.
            Schnier es un personaje automarginado, no encaja en la sociedad porque no es un hipócrita, porque trata de vivir según sus valores, porque es incapaz de callar sus ideas y opiniones ante los demás. Piensa que Alemania sufre una dolencia moral: por debajo del milagro económico late una enfermedad —el olvido del pasado nazi y su injustificable violencia—, a la que se unen otros males no menos desdeñables: la hipocresía de católicos y protestantes, la ceguera de los grandes partidos políticos, el pragmatismo de Konrad Adenauer, que fomentaron la sociedad de consumo, el conformismo y la estabilidad como máximas aspiraciones individuales. Frente a esos valores, el payaso Schnier no olvida el pasado nazi de tantos compatriotas: “Siempre temo que borrachos alemanes de cierta edad me hablen, porque indefectiblemente hablan de la guerra y encuentran que aquello fue magnífico, y cuando están completamente borrachos resulta que son unos asesinos y quieren «hacer un escarmiento» por cualquier cosa.” Ni cree que la religión —protestante o católica— haga mejores a las personas, ni que la acumulación de bienes o la posesión de dinero sea el camino de la libertad y de la felicidad.
          Novela, en fin, de ideas, de opiniones sin mordaza, de conciencia, que no podía dejar indiferente a quienes empezábamos entonces a descubrir las luces y sombras de la vida.


***



martes, 16 de enero de 2018

Las tentaciones, o Eros, Plutón y la Gloria (3)


        En cuanto a la Diablesa, mentiría si no reconociera que a primera vista le encontré un raro encanto. Para definir este encanto no sabría compararlo a nada mejor que al de las bellísimas mujeres maduras que ya no envejecen más, y cuya belleza guarda la magia penetrante de las ruinas. Tenía un aire entre autoritario y desgarbado, y sus ojos, aunque abatidos, tenían una fuerza fascinante. Lo que más me sorprendió fue el misterio de su voz, en la que encontré el recuerdo de las contraltos más deliciosas y también un poco de esa ronquera de las gargantas continuamente lavadas por el aguardiente.
      “¿Quieres conocer mi poder?”, dijo la falsa diosa con su voz encantadora y paradójica. “Escucha.”
         Y se llevó a los labios una gigantesca trompeta adornada de cintas, como un pito de carnaval, con los nombres de todos los periódicos del universo, y gritó mi nombre, que rodó por el espacio con el ruido de cien mil truenos y volvió a mí rebotado por el eco del más lejano planeta.
         “¡Diablos –dije medio subyugado—, eso sí que es precioso! Pero al examinar con más atención a la seductora marimacho me pareció vagamente que la reconocía por haberla visto brincar con unos granujas conocidos míos; y el son ronco del cobre trajo a mis oídos no sé qué recuerdo de una trompeta prostituida.
         También le respondí con todo mi desdén: “¡Vete! No he nacido para casarme con la querida de algunos que no quiero nombrar.”
        Ciertamente, con una abnegación tan valiente tenía derecho a estar orgulloso. Pero por desgracia me desperté y me abandonaron todas las fuerzas. “En verdad, me dije, tendría que estar pesadamente aletargado para mostrar tales escrúpulos. ¡Ah, si pudieran volver mientras estoy despierto, no me haría tanto el delicado!
         Y los invoqué en voz alta, suplicándoles perdón, ofreciéndoles que me deshonraría cada vez que hiciera falta para merecer sus favores; pero los había ofendido mucho sin duda, pues no volvieron jamás.


jueves, 11 de enero de 2018

Escribir


   Escribir es una manera de estar con los otros.

*
      En un poema, ni relamido ni adocenado.

*
      En literatura, el hermetismo es cuestión de proponérselo.

*
   Quien se hace rico con la literatura siempre acaba acusado, como poco, de traición o de prostitución.
*
Arde en silencio
la luz que da la vida
a las palabras.

*


lunes, 8 de enero de 2018

Las tentaciones, o Eros, Plutón y la Gloria (2)


          El segundo Satán no tenía el mismo aire a la vez trágico y sonriente, ni las mismas buenas maneras insinuantes, ni la misma belleza delicada y perfumada. Era un hombre grande, con un enorme rostro sin ojos, cuya pesada barriga se desbordaba hacia los muslos, y tenía toda la piel dorada e ilustrada, como si fueran tatuajes, con una multitud de pequeñas figuras en movimiento que representaban las numerosas formas de la miseria universal: hombrecillos escuálidos que se colgaban voluntariamente de un clavo; pequeños gnomos deformes, flacos, cuyos ojos suplicantes pedían limosna mejor que sus manos temblorosas; madres viejas con abortos agarrados a sus pechos extenuados. Y muchas figuras más.
         El gordo Satán  golpeaba con el puño su inmenso vientre, del que salía entonces un largo y sonoro tintineo metálico que acababa en un vago gemido formado por numerosas voces humanas. Y se reía, mostrando sin pudor sus dientes podridos, con una gran risa imbécil, como la de esos hombres de cualquier país que ríen después de una más que abundante cena.
         Y me dijo: “¡Puedo darte lo que todo lo consigue, lo que todo lo vale, lo que a todo sustituye!”. Y golpeó su monstruoso vientre, cuyo eco sonoro sirvió de comentario a sus groseras palabras.
        Me volví con asco y le contesté: “No necesito de la miseria de nadie para divertirme; y no quiero una riqueza entristecida, como el papel pintado, por todas las desgracias representadas en tu piel.”