martes, 16 de abril de 2024

De flores esmaltado

Lucen hermosos los campos estos días, las sierras y las riberas. El agua ha propiciado una primavera pujante y florida: corre el Guadalmez, corre el Guadamora, corren arroyos y regatos, y hasta en las cunetas queda agua todavía. 

En los sembrados ondulantes, suavemente mecidos por la brisa, encaña el cereal. Bajo el azul limpio, recién tendido, granan las espigas. A un lado y otro de la carretera, un bello tapiz en verdes —avena, cebada, retamas, algunas encinas jóvenes, dispersas— y amarillo de jaramagos, cuyas lindes trazan las amapolas. En las orillas de la carretera, el azur liliáceo de las lenguas de buey, la roja opulencia de las amapolas, el discreto, casi minimalista, rosa de los alfilerillos, los amarillos de la aulaga, de los crisantemos silvestres, de los botones de la manzanilla… 

Con su cresta parda, timbreando mientras vuela, posándose en la punta de una retama, de una mata de encina, o sobre un poste de granito, una alondra como abriéndome paso hasta que se zambulle entre unas avenas locas.

Qué gozada, qué ventura estar allí, qué alta emoción ante aquella estampa natural, que me trajo los versos de San Juan de la Cruz, cuando la Amada pregunta a las criaturas si han visto a su Amado, y éstas le cuentan cómo con la sola presencia del bello desconocido, a su solo paso, la tierra iba floreciendo:


Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura.

Tras el lírico subidón, la realidad más contundente: a la vuelta, en el gris de la carretera, el amarillo inconfundible de las alas de un jilguero aplastado por la rueda de un coche.


domingo, 14 de abril de 2024

Para saber de nosotros

 

Nada más fascinante que encontrarnos reflejados y reconocernos en la escena de una novela, en los diálogos de una obra teatral, en las líneas de un ensayo, de una biografía o de un diario, en los versos de un poema, cuyos autores, vivos unos, desaparecidos otros, ni por asomo han tenido contacto con nosotros, ni remoto conocimiento de nuestra existencia. Sin embargo, hay pasajes de Lorca que nos retratan, situaciones kafkianas que hemos vivido, ideas cervantinas que nos definen, personajes que son un espejo de nuestro ser más íntimo. Ese es el don de la literatura: la capacidad de reflejar nuestras múltiples maneras de ser: la palabra convertida en vida, la vida convertida en palabra.

Un libro sobre los libros y la vida. O sobre la vida en los libros. Sobre la íntima conexión entre lector y escritura. Sobre la búsqueda de la propia vida la familia, los amigos, el trabajo, la infancia y la juventud, los afanes, los dolores y los amores en la escritura de los otros.

De esos encuentros y reencuentros con nosotros mismos en las páginas de un libro trata Sigo sin saber de ti, del estadounidense Peter Orner.


lunes, 8 de abril de 2024

La zorra no puede disimular el hopo

Y recordaba con alegría aquel gusto candeal de los panes de su infancia. La frase está escrita a lápiz en el interior de la tapa trasera del tomo I de los cuentos de Ignacio Aldecoa. No aparece fecha ni autor, pero puedo asegurar que reconozco mi caligrafía y que la anoté después de la primera lectura de aquellas historias, algunas de las cuales me llevaban a mi infancia. Reconozco que la candealidad de aquel pan quizá sea más un recurso literario que pura realidad, aunque puedo asegurar también que no he vuelto a probar desde entonces hoyos de pan con aceite tan sabrosos como los que merendaba en Esparragal, ni vienas tan blancas y esponjosas como las que repartía con su triciclo por las mañanas el panadero en la calle Altillo.

Una de las razones por las que vuelvo de vez en cuando a los cuentos de Aldecoa es que presenta ambientes, personajes, situaciones que viví y conocí en mi niñez: la cuadrilla errante de segadores y su temor a que el viento pardo les llegue por la espalda, el niño que caza mariposas, pajarillos, ranas, ratas y lagartijas a las afueras de Madrid, en las orillas del Manzanares; la vida de un discreto héroe de barrio como el boxeador Young Sánchez, el triste futuro de la desangelada pareja de novios que protagoniza la Balada del Manzanares, la épica cotidiana de los trabajadores ferroviarios que evitan un choque de trenes, los personajes marginales que pueblan el callejón de Andín, la familia de emigrantes que habita una chabola en el Solar del paraíso.

Ese hilo que conecta a Aldecoa con mi infancia es también lingüístico. Leer a Aldecoa es descubrir una palabra vieja, un giro de argot, el aire campesino de un refrán, y celebrar el hallazgo, y meditar brevemente sobre el mundo nuestro de ayer y el de hoy, sobre el tiempo que cambia nuestra vida y nuestro decir. 


viernes, 29 de marzo de 2024

Gatti e uccelli

A Paqui y Juanito

Todo el mundo habla, y vosotros mismos los habréis observado, de los gatos romanos, de esos enormes gatos orondos y grandes de cabeza, tranquilos, que dormitan entre las ruinas de mármoles imperiales y muros de ladrillo. Gatos del Tíber, que merodean, lentos como nubes, las orillas en busca de gorriones y palomas jóvenes. Gatos que se adentran por las cloacas en los huertos del Vaticano y se aparean al pie de un viejo olivo en noches de luna nueva. Gatos de solideo y capelo cardenalicio, maestros de siete vidas, listos como el hambre. Viejos gatos de catacumbas y callejones sin farolas, que saben latín, lunfardo y arameo. Gatos ladinos de lúbricas madrugadas, que en las noches más cerradas del invierno procesionan por el laberinto de los museos vaticanos hasta llegar a la cámara de Bastet, la benevolente diosa gata, a quien rinden culto desde tiempos inmemoriales. Los gatos son Roma, y Roma son los gatos.

Pero yo os hablaré hoy de pájaros, de algunos que acabo de conocer en Roma: los mirlos de amplio silbo, melodioso y cristalino, que cantaban mientras rodeábamos andando el monte Testaccio en una mañana de lluvia y viento. Y en esa misma mañana, sobreponiéndose a la lluvia y al ruido del tráfico, la colonia de cotorras en los pinos que rodean el templete de Hércules Victorioso a la entrada del puente Palatino. El canario enjaulado que lanzaba su vibrante sonata desde el balcón de un bloque de pisos en la avenida del Trastévere, y el gorrión que insistía con su romanza desde la valla metálica que protege el jardín inglés de una casa particular. La corneja aquella que picoteaba una paloma muerta sobre los adoquines brillantes de una calleja a la salida de la plaza de San Pedro. Las gaviotas allá arriba, en el capitel de una columna que se yergue solitaria entre las ruinas de los foros, lanzándose luego en vuelo sobre las cabezas de los turistas. La pareja de herrerillos que cuchicheaban chismes y amoríos en la rama de un ciruelo en flor, cerca del circo Máximo. El ruiseñor oculto que la otra tarde hacía oír su delicada canción en la pequeña terraza de la casa donde murió el poeta inglés John Keats.

Escribo ahora en Torrecampo, y persiste la lluvia, pero no oigo la música. 


sábado, 23 de marzo de 2024

Cuatro dedos de enjundia civilera

 El Zarco le venía a su madre de La Mancha, de Miguelturra, donde nació su padre, el abuelo Anselmo; de Tomelloso y de Mota del Cuervo, en Cuenca, donde también vivieron tíos y abuelos. Ella siempre estuvo orgullosa de este apellido, que pronunciaba enfatizando y alargando la zeta, y murió convencida de que todos los Zarcos de España eran familia y descendientes de un noble y marino portugués de los tiempos de Enrique el Navegante, Joao Gonçalves Zarco, descubridor de las islas de Porto Santo y Madeira, y fundador de la isleña ciudad de Funchal allá por 1421.

Cómo llegaron estos Zarcos lusitanos a la llanura manchega está aún por averiguar, aunque no faltan concienzudas y certeras aproximaciones genealógicas, como la del doctor José Zarco Castellano, que ejerció en Mota del Cuervo, completada por otro doctor, éste por su tesis sobre La diócesis de Córdoba en el último cuarto del siglo XIX. José Zarco Cañadillas, y que remite a un Agustín Zarco y a su esposa, Inés Rodríguez, padres de Bartolomé Zarco, nacido el 13 de abril de 1603. Y quiero acordarme aquí del Toboso y de la sin par Dulcinea, inspirada, como bien saben los académicos de Argamasilla y todo cervantista que se precie, por doña Ana Martínez Zarco de Morales. En esta rama se cuentan, entre bisabuelos, abuelos, tíos y primos, hasta 11 Zarcos guardias civiles, siendo el primero de ellos Tórbulo Primo Antonio Gervasio Zarco-Bacas y García, nacido en Mota del Cuervo (22 de abril de 1857) y fallecido en Cuenca en octubre de 1936. En cuanto a la rama paterna, los beneméritos parten de su abuelo José y continúan y acaban en su padre y en su tío Antonio.

Para un niño tenía beneficios y perjuicios ser hijo de guardia civil. En su caso, y en el de su hermana mayor, el provecho venía porque su padre, excepto en sus últimos años de servicio, siempre fue destinado a los pueblos como comandante de puesto, es decir, con el mando sobre la tropa, así que cuando llegaba la feria, los feriantes le regalaban algunas fichas y vales para las atracciones y los circos, y su madre y su hermana tenía una inusitada suerte en las tómbolas. Si en la feria había toros, allá que se iba con el piquete de guardias y entraba gratis por el patio de cuadrillas y podía ver de cerca a los toreros remetiéndose el capote de paseo bajo el brazo o echando un cigarrillo con la cuadrilla, a los picadores, embutidos, congestionados con las apreturas de la chaquetilla, el calzón de talle alto y las polainas de hierro; cuando se aburría de las faenas en el coso bajaba a ver cómo los carniceros despellejaban y despiezaban a los astados. Pero la mejor renta para élñ, desde los ocho o nueve a los catorce años, era que por ser hijo de quien era, entraba de gorra en los cines, de manera que vio todos los peplum de la época y todos los spaghetti western (italianos y españoles) incluido Lo llamaban Trinidad.

Hasta los quince años su expediente escolar parece el de un alumno difícil que no se adapta a ningún centro, o el del vástago de una familia errante impelida por un destino aciago e ineludible. Comenzando por la escuela unitaria de Esparragal, con veinte o treinta niños de distinta edad en la misma clase; siguiendo en Córdoba con la academia, también unitaria, de Don Lázaro, en los bajos de los pabellones de la calle Altillo, y con el colegio Fray Albino, donde pudo acabar un curso y hacer algún amigo; saltando luego a Gibraleón, a una habitación sin apenas luz natural donde el maestro castigaba las faltas de ortografía con palmetazos, y de allí a la Escuela Parroquial, con don Manuel, que los entretenía ayudándole a culminar una noria hecha de palillos de dientes, papel y pegamento imedio; después de unos meses en el poblado del pantano del Bembézar, donde no llegan a la media docena de niños, la familia se trasladó a Pozoblanco, donde finalizó el curso en los Salesianos y completó al año siguiente segundo de bachiller en el instituto de enseñanza media; volviendo luego a Córdoba, donde cursó tercero en el instituto «Séneca», cuarto en el »Luis de Góngora» y quinto, por libre, en la academia «Lope de Vega»; finalmente, sexto y cou en el «Averroes». 12 centros escolares, 12, desde los cuatro a los dieciséis. Un errabundaje académico ligado a los destinos de su padre que le produjo lagunas en todas las materias y que le hicieron aborrecer la escuela, los libros de texto y las tareas en casa.

Un perjuicio adjunto a esta itinerancia escolar fue la falta de compañeros de un curso para otro; siempre era el nuevo, el recién llegado, el que se va en unos meses, al que no le da tiempo a sumarse a un grupo que viene ya de largo. Esa es la razón de que no pudiera citar más de cinco o seis compañeros de clase hasta que llegó al instituto «Averroes». Ser carne de «matrícula viva» era el peor tormento para un niño, para un adolescente; tenía que olvidar lo anterior y adaptarse rápidamente al ahora, empezar a hablar con unos y con otros, agarrarse al que le dirigiera la palabra o se sentara a su lado, y procurar no ser un bicho raro, que mira reconcentradamente a sus compañeros aislado en un rincón.

Más dolorosa era la falta de amigos de continuidad; los suyos, los pocos con que le dio tiempo a fraguar auténtica y gozosa amistad entre traslado y traslado, fueron visto y no visto. Se separaba de ellos con un desgarrón en el alma y durante las primeras semanas de llegar a otro pueblo el ánimo se le anubarraba y pensaba que no podría remontar sin su amigo Serranete, sin Paco Bautista o sin el Ino, sin Rafalín Ortiz. Pero sobrevivió uno a esos adioses, a esas dramáticas rupturas forzadas, sobrevivió a las múltiples casas, a los múltiples pabellones y habitaciones donde transcurrieron aquellos años, sobrevivió a los muchos maestros, curas y profesores. Como sobrevivió a ser uno de los del cuartel.

Otro daño colateral era el desarraigo geográfico. Nacido en Córdoba, donde vivió intermitentemente hasta que su padre se jubiló, no podía considerarla su tierra, su patria chica, pues, echando cuentas, había pasado en ella tanto tiempo como en los variopintos pueblos por los que pasó la familia. Nunca fue lo que luego han llamado un cordobita. Tampoco ha sentido ese fervor terruñero que ha visto, y ve, en muchas personas, que llevan a su pueblo, a su virgen y sus fiestas, sus costumbres y sus dichos por bandera donde quiera que vayan. Él era ave de paso en aquella ciudad, como lo fue en todos los sitios en que vivió aquellos, a pesar de todo, maravillosos años. Nunca salió de su boca la expresión mi pueblo o mi ciudad. Desde una perspectiva romántica y existencial, era una desgracia no tener un sitio donde volver, un lugar, como decía el otro, que fuera su patria, el lugar de su infancia. Cuál era su patria, a qué pueblo, a qué casa, a qué paisaje y a qué amigos volver. Hubo un tiempo en que le importó esa falta de raíces y se veía de viejo, después de una vida ajetreada, sin un lugar al que volver y en el que ser enterrado. Melodrama de pubertad, sin duda, pero con su aquel de verdad y su punzadita de dolor.

El nomadismo era consustancial a la profesión del padre, la guardia civil era caminera y rural por naturaleza, y benemérita por su protección de la población civil y de la propiedad, por su acción salvadora en catástrofes y accidentes, por su persecución de la delincuencia.

Hacia los dieciséis años emergió en él un inquietante sentimiento de pesar por la ocupación de su padre. No se avergonzaba de sus orígenes humildes, de pertenecer a la asendereada clase media española, ni experimentaba odio de clase. Era consciente de la mezcolanza social en el instituto Averroes y en la Facultad —hijas e hijos de trabajadores ferroviarios y de obreros de la Electromecánicas, de abogados, médicos, terratenientes, oficiales y suboficiales del ejército y de la guardia civil, de empleados de banco, mecánicos, pequeños agricultores y comerciantes, empresarios locales, maestros, profesores, contratistas de obras, chóferes—, pero su desazón no era socioeconómica, sino ideológica: había nacido en el lado equivocado, no en el de la gente que luchaba por la desaparición de la dictadura, sino en el lado de su brazo represor. La guardia civil y la policía armada eran cómplices del franquismo y reprimían sin contemplaciones a quienes se organizaban clandestinamente y se manifestaban exigiendo libertad, progreso y democracia. Su padre defendía enardecidamente al Caudillo en las conversaciones y discusiones familiares, y nunca se planteó que la dictadura desapareciera de España una vez muerto Franco.

Como tantos otros jóvenes de su edad durante la primera mitad de los 70, nunca se inscribió en ningún partido ni asociación política, pero encajaba en el concepto, en el estereotipo interno y externo, del progre antifranquista. Ahí estaba el meollo de su malestar íntimo: ideológicamente de izquierdas en una familia franquista, que durante la guerra y la posguerra había derramado su sangre por el Generalísimo, y que ahora lo defendía sin fisuras, contra los rojos, barbudos, revolucionarios, que querían acabar con la prosperidad y la paz de España. No era fácil afrontar la dicotomía, admitir que su padre estaba en el otro lado de la calle. Por eso solía callar que era guardia civil, no lo ocultaba ni mentía inventando otra profesión, pero evitaba revelarla siempre que podía, aunque antes de llegar a los 30 ya se había reconciliado interiormente con él y había empezado a entenderlo. Pero esa es historia para otro momento.


jueves, 14 de marzo de 2024

Puerta Gallegos


Seis años sin volver a Córdoba. Desde lo de Bujalance, en diciembre del 33. Salió una foto suya en los periódicos. La recortó y la llevaba desde entonces en su cartera. No para enseñarla a nadie, sino para mirarla de vez en cuando a solas y recordarse lo peligroso de su oficio, lo fácil que una bala siega la vida de un hombre. Él tuvo suerte y la mano le quedó útil para el servicio de armas. Al guardia Félix Wolgeschaffen le fue peor. Se quedó rezagado y los revolucionarios lo cazaron como un conejo. Le dispararon desde los dos lados de la calle. Lo arrastraron hasta un callejón y se ensañaron con él. Hasta el reloj le robaron, y la alianza y los pocos billetes que llevara en la cartera.

El centro de Córdoba era un hervidero. Días de feria. Días de Corpus Christi y procesiones en todas las parroquias. De homenaje al dos veces laureado general Varela, salvador de la ciudad en los primeros días del Glorioso Movimiento de Liberación; días de entrega de una bandera al Regimiento de Infantería de la Reina; de inauguración del Club de Campo de la Arruzafa, de corridas de toros con Manolete cerrando cartel, de operarios municipales montando y desmontando tribunas para los oradores, de electricistas ultimando guirnaldas de bombillas, de camareros que regresaban adormilados a la caseta desde el Campo de la Verdad, desde la Corredera y San Pedro, desde el Alcázar viejo o la Magdalena; días de la inauguración del monumento a Julio Romero de Torres en los jardines de la Agricultura con un inmenso gentío acudido de todos los puntos de la ciudad, de repartidores de bebidas, de fotógrafos ambulantes, de periodistas y recepciones oficiales en las casetas, de jinetes en el Paseo de Caballos y de muchachas —bellas señoritas— con el traje andaluz, bailando sevillanas o saludando desde las manolas; días de oleadas de viajeros en trenes especiales (de Sevilla, de Puente Genil y Cabra) desparramándose desde la Estación Central por el Paseo de la Victoria, por Gran Capitán y Ronda de los Tejares, para ir a los toros, para curiosear en la Exposición Provincial de Productos Industriales, para celebrar la victoria del Racing F. C. en el viejo Stadium América, para acercarse al concurso hípico en el campo de la Electromecánicas. Días alegres y calurosos de gentes de la farándula, de artistas de varietés y cómicos de la legua que representan en el Gran Teatro y en el Duque de Rivas, que toman el vermú y la cerveza en las terrazas de Las Tendillas o de Gran Capitán, en la calle de la Plata, en los salones del hotel Simón. De ases del manillar, de payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y equilibristas en los circos. Días de estraperlo (patatas, jabón, conejos y perdices, azúcar, café, aceite), días del Caudillo victorioso y de exaltado y combativo falangismo. De listas y control de los ex-combatientes, de Caballeros Mutilados. Días también de guerra en Europa. En el mundo. De ocupación en Bélgica y de batalla en Noruega, en Grecia. De asedio de París. De Winston Churchill. De combates en Alsacia y Lorena y Normandía. Días nefastos del führer y del duce. Días tristes del exilio republicano. De denuncias y de aplicación de la ley de fugas. Días de pelás, de mujeres silenciadas, encarceladas, señaladas, condenadas.

Pero los cordobeses no querían saber nada de aquello. Estos eran días de calle y de jolgorio. Quién va a querer hablar de la maldita guerra en aquel ambiente festivo de las casetas, en aquel desborde de alegría, de bailes y cantes, de músicas de bandas y orquestinas.

Él no había vivido la guerra. No había combatido. No tenía idea clara de lo ocurrido en el país en aquellos tres años, porque fueron, salvo los confusos cinco primeros días, tres años de prisión, tres años de mortal incertidumbre, tres años de miedo; miles de horas de rumia callando, recordando, aventurando, observando, aguantando estopa para no saltar a la desesperada y ganarse un balazo. Era la guerra, pero no lo era.

No podría explicar la razón de haber pedido permiso para volver a Córdoba. Aquí no lo esperaba nadie. Trinidad, su mujer, y sus dos hijos habían quedado en el cuartel de Gádor. A sus hermanos no los veía desde antes de la guerra: Federico en Salamanca, Emilia en Tomelloso, Anselmo y Pío, uno en Palma del Río, el otro en Montoro. Tampoco vivían ya en Córdoba los padres de Trinidad, que se habían marchado a Lérida cuando su suegro, teniente de la Guardia Nacional Republicana, había cumplido la edad para el retiro.

Se alojaba en La Ruteña, en la calle San Fernando, junto al Arco del Portillo. Desayunaba en la pensión y luego callejeaba —La Corredera y San Pedro, Santiago, la Ribera, la Magdalena, o cruzaba al Campo de la Verdad— hasta la hora del vino, en la cantina de la Comandancia, donde antiguos compañeros iban poniéndolo al tanto. Desde que los nacionales lo liberaron del batallón de trabajo y se presentó a sus superiores en Alicante, vivía dentro de un remolino que lo llevaba y lo traía sin que él pudiera decidir: el traslado en camión ambulancia, los días de recuperación en el hospital militar de Almería, el reencuentro con su mujer y sus hijos, los interrogatorios del inspector del Cuerpo para averiguar con exactitud sus vicisitudes y paraderos durante la guerra, el viaje a Lérida por la muerte de su suegra, y a primeros de julio del 39, de nuevo en el servicio activo, comandante del puesto de Gádor, más la muerte de su padre, a mediados de noviembre. El ciclón avasallador y destructivo de la guerra. Había que tener aguante.

Me pregunto de dónde saca un hombre ánimo y fortaleza para sobrevivir al hambre, a los piojos, a la humedad nauseabunda y al calor asfixiante, a la inactividad absoluta durante semanas en la bodega infecta de un barco, a la disentería, al terror diario de esperar oír su nombre en una lista para ser fusilado. El tío Pepe sacó fuerzas de su fe. Se encomendó a Dios. A veces lo recuerdo con la tía Trini a su brazo, yendo o viniendo de misa en la iglesia del Campo de la Verdad. Calmosos en el andar, callados, impasible el rostro él, erguida la barbilla, afrontando con orgullo la vida a cara descubierta; risueña, confiada en su hombre ella.

Fue el día 25 de mayo de 1940, sobre las dos de la tarde. Sábado, día grande de la feria cordobesa. Por la mañana, homenaje al general Varela, entonces ministro del Ejército, como salvador de la ciudad frente al enemigo rojo en septiembre del 36. También se inauguró en el real de la feria la Exposición Provincial de Productos Industriales. Por la tarde, a Manolete —después de unas irrepetibles verónicas, unos portentosos pases por alto y unos naturales para las crónicas en medio del redondel— lo cogió el toro al entrar a matar. No sé si estas precisiones las aportó mi madre o si fue el propio tío Pepe el que ilustraba así la historia.

Volvía él de la Comandancia, en la avenida de Medina Azahara, hacia la Ruteña. Vestía de paisano. El cruce por la Pérgola y los jardines del duque de Rivas hacia la Puerta Gallegos es un hormiguero. Confluyen allí cientos de personas que llegan o salen por la calle Concepción, que bajan desde los jardines de la Agricultura, que suben desde la Puerta de Almodóvar, Paseo de la Victoria arriba. Familias y grupos que van a las atracciones, a las casetas —Centro Filarmónico, Ayuntamiento, Círculo de la Amistad, Peña Racinguista, Educación y Descanso, Asociación de la Prensa, La Coroza, Caballeros Mutilados—, jinetes, amazonas, coches de caballos. Cuando está cruzando el Paseo de la Victoria hacia la Puerta Gallegos casi choca de frente con un hombre que va en dirección contraria. El tío Pepe lo mira a la cara y sigue andando. Conoce a ese hombre. Su aspecto es inconfundible, difícil de olvidar: la caída de hombros, el rostro moreno y demacrado, el mirar oblicuo. Y se le viene súbitamente la imagen: en perfil, iluminado por el haz de luz que baja por la escotilla, aquel hombre lee una lista de nombres, entre ellos el suyo, y el tío Pepe aguanta los golpes violentos del corazón en el pecho, templa sus nervios, su miedo, su voz, permanece sentado en el suelo de la bodega, apoyada su espalda en una columna de hierro, y declara tranquilamente que a ese ya se lo llevaron en otra saca. Aquel era el hombre con el que se acababa de cruzar, uno de los suboficiales del barco-prisión en el puerto de Almería. El encargado de conducir a los que iban a ser pasados por las armas. No vaciló. Se dio media vuelta y lo siguió. El hombre entró en la exposición de Productos Industriales. Aprovechó el tío Pepe para correr a la cercana Comandancia, avisar al oficial de guardia y llegar a la Exposición con un piquete de guardias que allí mismo esposaron al hombre y lo condujeron al cuartel. El hombre fue juzgado en Almería y condenado a muerte unos meses después.

Azar, destino, justicia divina, leyenda o pura invención, aquella historia del tío Pepe parecía sacada de una película o de un libro, y cada vez que mi madre nos la contaba, mi imaginación volaba y recreaba el ambiente, las ropas, los gestos y los breves diálogos, la manera de andar, la sorpresa de la gente que asistió a la detención, el gesto serio del tío Pepe, la mirada incrédula del denido.

Han pasado más de sesenta años de la primera vez que oí esta historia. Muchos también desde que enterramos al tío Pepe y a la tita Trini. Me gustaría tener más detalles, más concreciones del relato, pero uno era niño entonces y le bastaba con escuchar y abrir los ojos de asombro. Tampoco he hablado con sus hijos o sus nietos, en busca de fotografías, documentos, objetos que ayuden a reconstruir su vida en aquellos días de guerra y de posguerra, pero estoy satisfecho con lo escrito hasta ahora, porque es una historia que lleva muchos años dentro de mí, atrapada como un insecto en el ámbar de los recuerdos1, y creo llegado el momento de darla a la luz para que no se pierda entre las muchas historias de esa larga saga de guardias civiles que hubo en mi familia.

***

1 Luis Landero, El balcón en invierno. Tusquets Editores, Barcelona, 2014, p. 229.

martes, 12 de marzo de 2024

Pequeño, peludo suave

Esparragal. 18 de febrero de 1962. Cumplo seis años. Después de comer salgo a jugar a la puerta del cuartel. No hay ningún niño todavía, solo el muchacho de la Casa Grande, que pasa con su borriquillo y me invita a ir con él. Entro corriendo, entusiasmado, a casa y le pido permiso a mi madre para faltar a la escuela. Después de abrevar en la fuente, subimos a lomos del animal que toma el camino de Fuente Alhama a Priego, hasta un cercado a orillas de un arroyo, donde nos bajamos. Allí pasamos el rato, paciendo el pollino la hierba menuda, haciendo puntería nosotros con el tirador, sentándonos a mirar el campo, observando el vuelo de los aguiluchos, sacándole punta a una vara de olivo con la navaja. Horas felices de la infancia, momentos de dicha en aquel paraíso rural, a espaldas de la Serrezuela y los restos de la vieja torre árabe de vigilancia. Qué inocente recreo aquella tarde soleada de febrero.

Llegó la hora de irse y quise yo coger las riendas del animal, que andaban entre sus patas traseras. La coz —tan contundente la palabra como el golpe— me tumbó de espaldas y empecé a sangrar por la cara. Aturdido por el golpe, no lloré ni me quejé. El muchacho de la Casa Grande se sacó un pañuelo del bolsillo, me dijo que lo apretara contra la herida, me cargó en sus brazos y salió corriendo. Cuando avistó el cuartel, llamaba a voces a mi madre —¡Juanita! ¡Juanita!—, que se asustó con la sangre y con el pañuelo tan sucio que me taponaba la herida. Enseguida se presentó el practicante, que lavó y desinfectó la herida en el pómulo. Podía haber perdido el ojo, pero tuve suerte.

¡Arre, Platero, arre!